Olvida el jazmín, la margarita o la rosa.
Han inspirado a miríadas de poetas y escritores, pintores,
bailarines, músicos. Son el refugio seguro de la elección floral. Como motif artistic han sido
de(s)(con)truidos lo suficiente.
Si me preguntaran cuál de esos vegetales
odoríferos es mi favorito, algo que ha sucedido entre cero y una vez en mi
vida, no me quedaría otra opción: ninguno. Si hubiera una repregunta acerca de
cuál es, entonces, mi preferido, tendría que
responder que es la flor apretada.
Y podría enumerar algunas razones que explicarían
mi elección frente al jurado de algún gran concurso en este extraño reportaje hipotético
que he construido como ejemplo.
La flor apretada tiene su propio aroma, y
con tiempo y esfuerzo se puede aprender a diferenciar las fragancias que posee
cada flor individual.
La flor apretada tiene una alta variedad
de colores; aunque siempre en la gama de los corpóreos, esta diversidad es
también parte integral de su encanto.
La flor apretada tiene asimismo una multiplicidad
de configuraciones morfológicas que resultan en manifestaciones externas muy
distintas entre sí; si a eso se le agrega el cuidado que quien posea la flor
pueda aplicarle, las variaciones a la vista son infinitas.
Pero sería una lengua falaz la mía (¿o
los dedos que tipean estarían mintiendo?) si quisiera justificar mi devoción
con las razones de arriba. Por más estética que aporten, no van al nudo
Gordiano de mi gusto, mi pasión, mi devoradoración por la flor apretada.
La razón fundamental es más bien simple,
y quizá por ello un poco decepcionante, mas no por eso menos auténtica y, en
definitiva, la que debo enunciar si quiero ser fiel a mí mismo: amo a la flor
apretada porque nos entendemos, porque sé que me escucha cuando le hablo, y
porque cuando la beso, se abre para mí.