Atrapado en la tormenta del momento, dejé
que las aguas me alejaran del Mare Tranquilitatis con rumbo desesperanzado, con
la gracia volátil de una polilla atraída por la luminiscencia mortal.
Había llegado a la Luna como me es
habitual: sin darme cuenta. Caminaba con pasos de cámara lenta que me hacían
rebotar alto, tan alto que por momentos pensaba que iba a alcanzar la velocidad
de fuga e iba a ser despedido del satélite con rumbo al vientre de un cosmos
tan inefable como ineludible.
No podía perderme: lo único que debía
hacer era recorrer mis pasos al revés. Cada uno de ellos estaba marcado con
nitidez escabrosa, pornográfica. Sin importar cuánto tiempo pasara, allí
seguiría; no había viento en la espalda de Selene que pudiera erradicar mis huellas.
Sentía la ingravidez en mi oído interno,
un mareo a flor de piel que no me dejaba estar erguido por completo. El
horizonte era una línea oblicua ante mis ojos. Me sentía un marinero caminando
por cubierta en medio de una tormenta mientras Ahab perseguía implacablemente a
su ballena. Detenerme era imposible, aún más que enderezarme. La verticalidad
era Utopía.
La mecanicidad de mi respirar se me había
hecho natural. Cada inhalación era un sonido grave; cada exhalación uno agudo.
En medio de ambos, tirantez pectoral; nunca pude acostumbrarme. La tensión de
saber que mis respiraciones tenían una cuenta regresiva me impedía relajarme.
En ese lugar, aflojar quizá fuera morir.
Escalé las paredes del cráter en el que
había caído. Con trabajo intenso, pisada firme a pisada firme, me fui alzando
por su pared interna. El tiempo que tardé me permitió pensar, y vaya si se
piensa cuando no hay ningún otro sonido que el de las propias ideas.
Ve ía la línea
plateada que recortaba el cuerpo de mi destino, un azulblanco que me llamaba
con la promesa de la fertilidad, más aún en contraste con la hermosa muerte que
me rodeaba. Intuía que mi labor daría resultados. Pero la seguridad era
utópica. Todo era apuesta. Hasta llegar, no sabría. Hasta saber, no habría
llegado.
Di un último impulso con ambas piernas.
Emergí del agujero gigante y caí con los dos pies al mismo tiempo, firmes,
plantados uno junto al otro; estaba semiacuclillado, con una mano apoyada en el
piso lunar para mejorar mi equilibrio. Me mantuve así unos segundos, mirando
esa otra marca nueva que también perduraría en esa superficie: una estrella de
cinco dedos que nadie borraría.
Me enderecé despacio, muy despacio. Y
pude verla con toda su magnificencia: allí estaba la Tierra.