Me pasé la vida buscando temas sobre los
que escribir.
Soñé ser escritor, mi primer sueño. A los
8 años me senté a trabajar en una novela. Todavía no la terminé, ni
tampoco la que pretendió seguirle.
Vamos, que ninguna novela que empecé la he finiquitado.
Es que tengo poca paciencia por la acción
física de escribir. Me molesta, pero me daría vergüenza dictar cosas y
pasárselas a alguien para que las transcriba. Eso no es lo que hace un
artesano. Si a veces hasta me dan ganas de agarrar la Olivetti del abuelo, esa
en la que empecé “El castillo oscuro” (título de mi prima opus, en plena etapa
Poe) y martillar un poco las teclas para sentir que sudo más estas palabras. La
computadora sirve, es funcional. Pero le quita encanto a la tarea.
Porque si escribir fue mi primer amor, mi
primer calentura fue teclear en la máquina. Sentía un placer fetichista
simplemente en oler la tinta, escuchar los ruidos mecánicos que causaban las
teclas, y ver el impacto de la letra sobre el papel.
Me pasaba tardes enteras tipiando: una
lista de mis libros; un índice para mi colección de Las Mil y Una Noches que
marcaba en qué página empezaba y terminaba cada historia de Scherezade; nombres
de dinosaurios; letras de canciones, transcritas con la oreja pegada al
grabador.
No podría asegurar cuándo ese fetiche por
una acción se convirtió en amor por la palabra escrita y ganas de aprender a
encauzarla (que dominarla es una quimera, sé a esta altura). Pero seguro que
tuvieron mucho que ver los libros de Salgari, Verne y Wells que poblaron mi
infancia, y la claridad narrativa que tenían, más allá de la posible crítica
literaria que pueda hacérseles. El cuento siempre era claro.
Pero cuando entendí que con una historia
podías embelesar a otro ser humano, abrirle las puertas de un mundo nuevo, ahí
fue que la palabra me capturó. Cuando Hesse, Heinlein y Tolkien me cambiaron la
vida, comencé a entender algo.
Palabra, fuiste mi primer amor, mi amor infantil
y adolescente, y la primera pérdida, cuando por el embeleso de vivir de vos me
dediqué a escribir por dinero y lo nuestro se convirtió en un matrimonio
rutinario del que sólo pude escapar engañándote con otro, el teatro.
Es que llevo la escena en mis genes. Mis
abuelos se conocieron haciendo teatro. Mis padres, estudiándolo. Poco después
de comenzar esa primera novela jamás culminada, aprendí a disfrutar el sentir
los ojos fijos del público sobre mí. La adrenalina de la mirada ajena me
transporta como ningún texto. Sin embargo, la letra también es mi herencia:
otro abuelo fue escritor, y escribiendo recorrió el mundo. Así, tironeado entre
las sangres, me debatí años.
La necesidad monogámica de la sociedad
también se impuso a mis deseos artísticos. Si amaba a una no podía amar a otro,
y viceversa. ¡Si hasta pertenecen a géneros distintos! “La” palabra, “el”
teatro. ¿Qué clase de degeneración era el querer tener a ambos?
Las frustraciones me hicieron elegir el
teatro, hasta que las desilusiones con éste me dejaron sin opciones que
considerar.
Así anduve perdido, hasta que un día nos
volvimos a encontrar, palabra, dos viejos amantes que después de décadas
se cruzan por casualidad y que descubren que aunque hayan cambiado mucho, entre
ellos sigue habiendo algo. Se miran, se sonríen tímidamente. Se resisten pero
saben que, más pronto que tarde, terminarán revolcándose, sudando como en sus mejores
épocas.
Y como por arte de magia, recuperar mi
primer amor me permitió recuperar al segundo.
Heme aquí, entonces: bígamo y bisexual.
Amando situaciones con uno y momentos con otra. Compartiendo mi vida con dos.
Sufriendo el doble, pero disfrutando al cuadrado.
No está tan mal mi vida. Tengo sobre qué
escribir, y eso me alcanza.