miércoles, 26 de marzo de 2014

La otra metamorfosis

Gregorio Sánchez despertó con una sensación extraña.

Tenía el cuerpo entumecido y duro, y apenas podía moverse. Esperó unos segundos; quizá su cerebro se había despabilado pero el resto de su ser todavía no. “Esto es bastante curioso”, pensó. Sin asustarse, decidió dejar pasar algo más de tiempo, mientras revisaba en su memoria buscando el término que identificaba a la dolencia que estaba experimentando; algo que unía las palabras “terror” y nocturno”, o similar.

No sabía si era por la circunstancia de su amanecer, pero le costaba pensar de forma ordenada. Así, desistió rápido de ese esfuerzo, y decidió dedicarlo a desentumecer sus extremidades.

Hizo fuerza. No le era posible separar las piernas ni extender los brazos; sentía cómo fluía la sangre a su cabeza. Al mirar hacia arriba, notó que contemplaba el techo de su muy conocida habitación sin sentido de profundidad. Mirando alrededor, confirmó esta idea. Parecía que estaba viendo al mundo con un solo ojo. El miedo lo asaltó y pensó que quizá, por algún accidente, se había quedado tuerto mientras dormía. Nervioso, quiso incorporarse sin resultado.

Respiró e intentó calmarse. Probó otra vez y lo único que logró fue caerse de la cama. La forma en que lo hizo lo sorprendió: se desplomó como un peso muerto, siempre en su posición rígida. De todos modos, algo de flexibilidad  y control comenzaba a volver. Moviéndo­se de a pequeños espasmos musculares se acercó a su placard, que en el lado interior de la puerta tenía adosado un espejo que llegaba casi hasta el piso. Le costó abrirlo y casi se lastimó la cabeza, que era la única parte de su cuerpo que estaba en condiciones de usar, y que sentía extrañamente blanda y expuesta. Una rendija primero, un tajo después y la puerta se abrió.

Gregorio no pudo contener un grito de sorpresa frente a lo que estaba viendo. Frente a él se hallaba un pene gigante, en un muy evidente estado de erección. Parpadeó y vio que en el espejo el pene abría y cerraba su orificio uretral. Estaba contemplando su nuevo aspecto cuando oyó la voz de su madre.

‑¡Gregorio! ¡Gregorio! ¡Levantate, dormilón! ¡Estás llegando tarde a la oficina!

Con dificultad, Gregorio se desplazó hasta la puerta, apoyándose en ella de modo que su madre no pudiera abrirla; no podía confiar en que la buena mujer no decidiera entrar de sopetón y, aún confundido como se hallaba frente a su nuevo estado, entendía que debía encontrar una forma más gradual de preparar a su madre para la noticia del cambio de su hijo mayor. Contestó.

‑Ya va, mamá... No sé cómo me quedé dormido.

Su voz sonaba gruesa y gutural. Pero su madre no iba a soltar la presa tan fácil.

‑¿Gregorio, querido, qué le pasa a tu voz? ¿Tenés catarro?

‑Sí, mamá, sí. Me duele un poco la garganta. Preparame el desayuno que ya voy.

Escuchó cómo su madre daba media vuelta y bajaba las escaleras rumbo a la cocina. Gregorio se dejó resbalar hasta quedar horizon­tal sobre el piso de nuevo.
"¿Y ahora qué hago? Evidentemente, no puedo ir a la oficina así. La jefa me mataría. Ni siquiera puedo usar corbata. Tengo que encontrarle una solución. Lo primero es lo primero. No puedo moverme si estoy tan duro". Horas de ocio adolescente le habían enseñado cuál era la única solución a su problema.

Volvió a girar sobre sí mismo y se acercó a la cama. Con mucho trabajo, logró recostarse contra esta, con la cabeglande en los pies de la cama y los testipiés apoyados en el suelo. Comenzó un movimiento de frotación contra la colcha que le causaba latigazos de placer. Se movió más y más rápido. Las oleadas de satisfacción aumentaban, hasta que con una contracción final eyaculó una buena cantidad, manchando el cuadro de su abuela que, con rostro adusto y ceñudo, lo miraba desde la pared vecina.

"Qué enchastre", se angustió. "Pero ahora por lo menos voy a poder doblar­me".

Al decir esto, dirigió su cabeza hacia donde antes tenía sus extremidades inferiores. Notó que tenía una nueva elasticidad al tiempo que se volvía cada vez más fláccido y pequeño. Reptando, a la manera de una oruga de mariposa, llegó a las proximidades de su cómoda y oteó hacia arriba para ver la hora. Apenas podía, puesto que ahora medía menos de un tercio de su altura habitual. "¡Las diez y media! ¡Más de dos horas de retraso! ¿Quién le explica a la bruja todo esto?". Pensaba en su jefa, una cuarentona con cara de anorgasmia religiosa prolongada y conceptos teutónicos de la existencia que cada vez que podía le hacía la vida imposible. "Ahora estará contenta porque tendrá una razón para mortificarme por mucho tiempo".

Sus cavilaciones se vieron interrum­pidas por una voz masculina.

‑¡Gregorio! ¡Gregorio! Levantate enseguida, que vinieron a verte. Es la Señora Schlegel.

Su padre era perentorio. Apenas terminó de pronunciar las palabras cuando sonó una voz de mujer, rasposa, acostumbrada a mandar.

‑Ejem. Señor Sánchez, en vista de que usted no daba rastros de vida, decidí venir a ver qué le sucedía. ¿Es que no piensa salir y hablar de hombre a hombre?

Gregorio intentó contestar, con un hilo de voz.

‑Ya voy, Señora Schlegel. Es que me dolía un poco la garganta y...

‑No me importan sus excusas, señor Sánchez. Usted tiene un horario que cumplir y debe cumplirlo. Abra la puerta al menos, y conversaremos acerca de su situación que, le aviso, no es muy favorable que digamos.

‑Sí, sí, sí, ya va.

A cada “sí”, Gregorio se acercaba al rectángulo de madera que lo separaba del mundo. Se arrastraba a tal velocidad que uno de sus testipiés golpeó contra una silla que estaba en el paso y un profundo dolor que crecía desde las raíces del pene hasta estallarle en la cabeza casi lo hizo desmayar. Descansó un momento y luego retomó su endiablado reptar. Alcanzó el picaporte y trató de destrabarlo a cabeglandazos. Le tomó menos intentos que el espejo, pero estaba todo magullado cuando lo logró.

Su padre, al notar que la puerta estaba ahora abierta, empujó con fuerza, corriendo a Gregorio hacia un costado y tapándolo. Los progenitores entraron, mientras la Señora Schlegel esperaba afuera. Oculto, sólo fue posible que lo vieran cuando se hallaron en el centro de la habitación.

Lo que siguió a continua­ción fue el pandemónium. La madre, con loable preocupación maternal, fue la primera en querer comprobar el estado de su hijo. Volteó y, al contemplarlo, la pobre mujer no tuvo tiempo siquiera de emitir un grito, puesto que se desmayó al instante. El padre, sintiendo el ruido que produjo el cuerpo de su esposa al caer, se apresuró a agacharse para levantarla. En ese momento vio a su hijo. Quedó paralizado, incapaz de reaccionar, durante unos segundos. Luego alzó a su mujer y se dirigió a la salida.

-¡Siempre haciendo esta clase de cosas! ¡Esperá a que llame al médico y vamos a hablar, vos y yo!

Salió y se dirigió a su habitación, donde depositó a su mujer en la cama. Después fue rumbo al teléfono.

La Señora Schlegel vio pasar a Sánchez padre y gritó:

‑¡Gregorio Sánchez, salga! Basta ya de pavadas, que es un hombre grande. ¡No complique más las cosas!

Terminó de decir eso y entró, encontrándose frente a frente con el hombrepene, que se estaba acercando al centro de la habitación. El la miró y, contra su voluntad, comenzó a erguirse nuevamente. "¿Qué me pasa?”, pensó. “Esta mujer me atormenta cada vez que voy a la oficina. No puede ser que me esté excitando". Sin embargo, así era. En momentos estaba otra vez rígido. No sabía porqué, pero era la primera vez que veía a su jefa con otros ojos. U ojo.

‑Señora Schlegel, nunca la había contemplado así. Tiene una figura realmente apetitosa.

Gregorio se sorprendía de sus palabras, pero un impulso más fuerte que él lo estaba forzando a pronunciarlas mientras avanzaba tambaleante, ya henchido de sangre. La jefa, mientras tanto, observaba la escena paralizada de terror. O por lo menos eso parecía, porque cuando Gregorio estuvo lo bastante cerca, se lanzó a abrazarlo. Con su impulso, hizo que ambos cayeran al piso, donde en segundos se despojó de su ropas e intentó que por lo menos una porción de aquel enorme falo le entrara. No lo logró, pero comenzó a rozarse contra el gigantesco glande, acompañando el movimiento con un concierto de gemidos.

El hombre que se había convertido en pija, mientras tanto, disfrutaba de la situación pero le estaba costando bastante controlarse, y ya sentía el volcán a punto de estallar. Empero, algo lo impelía a esperar a que por lo menos su jefa tuviera alguna satisfacción. Le parecía lo correcto.

Tres segundos después de que la mujer llegara al éxtasis, Gregorio largó todo lo que estaba guardando. La fuerza de la expulsión arrojó a la Señora Schlegel algunos metros hacia atrás. Cayó y quedó tendida, demasiado agotada como para hablar o moverse.

El padre de Gregorio asomó la cabeza con timidez y observó la escena. Inmediatamente corrió a alcanzarle las ropas a la Señora Schlegel, mientras murmuraba excusas.

‑Discúlpenos, Señora. Este hijo mío siempre causa problemas. Aquí hemos intentado educarlo cristianamente. Pero ya ve. Tome, vístase. No sé qué decir...

La mujer lo miró, apenas recuperada.

‑No se preocupe, no me hizo ningún daño. Quizá siento un poco de ardor, pero ya pasará. Ahora, tengo una oferta para hacerle.

Lo tomó del brazo y se lo llevó a un costado.

-Quiero que deje venir a su hijo conmigo. Le garantizo que le proveeré todas las comodidades y caprichos que quiera. Tengo dinero y puedo darme ese lujo. Piense además que, en la condición en que está Gregorio, no podrá ganarse el sustento, lo que lo transformaría en una verdadera carga para ustedes.

Su tono de voz era convincente., tanto como para permitir al padre considerar la propuesta.

‑Bueno, debería consultarlo con mi esposa, pero en principio diría que sí, es decir, si mi hijo acepta. Ahora que lo pienso, será mejor que no esté aquí en casa. Usted sabe, tengo dos hijas que apenas han salido de la infancia, y sería bastante engorroso que estuvieran viendo a Gregorio todo el tiempo. Vio cómo preguntan los chicos. En realidad, sería un arreglo muy conveniente...

Lo meditó un segundo (o así lo hizo parecer) y continuó.

‑Si usted me garantiza que él estará bien, puede llevárselo ahora. Yo ya le explicaré a su madre. Después podríamos arreglar horarios de visitas, porque ella es una mujer sentimental. ¿De acuerdo?

‑No hay ningún problema. Tráigame una caja o bolsa donde pueda meterlo, porque no pensará usted que puedo llevarlo por la calle así nomás, ¿no?

El padre asintió y se fue rumbo al sótano. La Señora Schlegel se dirigió a Gregorio que retozaba somnoliento.

-Ahora, Gregorio querido, te vas a venir conmigo. Yo te voy a cuidar muy bien.

El joven, agotado, apenas movió el cabeglande asintiendo. De todos modos iba a necesitar alguien que se encargara de él, y no le parecía justo que sus padres tuvieran que soportar la carga ahora que no podía trabajar.

El señor Sánchez volvió con un cajón de manzana vacío. No les costó trabajo meter a Gregorio en ella, ya que estaba pequeño de nuevo. Lo cubrieron con una sábana y salieron de la casa rumbo al coche de la mujer. Pusieron el bulto en el baúl y el auto partió, llevando a Gregorio a su nueva vida.

En la casa de la Señora Schlegel obtuvo toda la comodidad material que podía desear. Tenía una habitación amplia y salía a deambular por el jardín cada vez que quería, protegido de miradas indiscretas por un paredón alto. Se fue acostumbrando a pasar las mañanas tumbado sobre el césped, calentándo­se al sol y charlando con Ramiro, el jardinero. No veía a la Señora Schlegel hasta bien entrada la tarde, momento en que llegaba del trabajo.

Luego de cenar, usualmente, se dirigían a la habitación de la jefa a descargar tensiones. Gregorio estaba siempre dispuesto, con una mezcla de agradecimiento y calentura permanente. Además, le agradaba la duración de estas sesiones y la resisten­cia de la mujer. Retozaban durante horas y horas. Ella gustaba de vestirlo. Se entretenía poniéndole sombreros y pintándole bigotes. El joven tenía varios trajes, todos hechos a medida. Ambos vivieron felices por mucho tiempo.

Sin embargo, como en toda historia feliz, ésta también llegó a un fin.

Al cabo de un tiempo Gregorio comenzó a sentirse insatisfecho. Necesitaba más. Le daba la impresión de que todas las mujeres del mundo no le alcanzarían para colmar toda su libido, su insaciable deseo de carne femenina. Así encontró su perdición.

Cuando él llegó por primera vez a la casa, la mucama se impresionó sobremanera, pero no tardó en reponerse y mostrar interés. Luego de probar a Gregorio, comenzó a traer a amigas y conocidas que querían tener nuevas experiencias. Fue así que aquel vio desfilar todas las tardes (siempre que la Señora no estaba, por supuesto) a innumerables damas de variadas edades deseosas de acariciarlo y dispensarle los mas exquisitos cuidados. Tenía que reconocer que le gustaba, y mucho, ser el centro de tantas atenciones.

Mas un mal día, la Señora Schlegel volvió temprano del trabajo. Al abrir la puerta escuchó unos ruidos provenientes de la habitación de Gregorio. Ruidos inconfundibles, que ella bien conocía. La cólera la poseyó.

Se dirigió hacia el cuarto, pasando antes por el estudio donde guardaba un viejo pistolón español, recuerdo de su padre. Empuñándolo, subió las escaleras y pateó la puerta con un grito salvaje. En el centro de la habitación estaba Gregorio, nunca más erguido, y tres mujeres (una rubia, una morocha y una pelirroja) se entretenían lamiéndolo en toda su extensión. Recorrían cada centímetro de piel y se detenían de vez en cuando, para verlo temblar e intercambiar risitas nerviosas entre ellas.

La irrupción detuvo inmediatamente la algarabía. Al ver los gestos ominosos que la Señora Schlegel hacía con el arma, las demás mujeres se retiraron, desnudas aún. La jefa avanzó hacia Gregorio, que intentaba explicarse balbuceante.

-Señora, déjeme que le explique. Usted siempre estás en el trabajo y me deja solo... No es mi culpa...

La mujer lo interrumpió con un gesto categórico.

‑¡Traidor! Te traigo acá, te cuido, satisfago hasta tus más ínfimos deseos, ¡y me hacés esto!

Antes de que Gregorio pudiera abrir el orificio uretral y decir algo más, la Señora Schlegel tiró del gatillo. El estruendo la dejó sorda por unos segundos. El humo de la pólvora le nubló la vista, pero cuando se disipó, pudo ver que Gregorio yacía en el piso, muerto. El pistolón se deslizó de entre sus dedos. Cayó de rodillas y lloró hasta que llegó la policía.

No pudieron acusarla de asesinato, puesto que ese era el primer caso su estilo en la historia; después de unos días, un confundido juez la dejó ir. Ni bien quedó libre, la Señora Schlegel reclamó el cadáver de la morgue y lo hizo embalsamar. La familia del hombrepene ya no quería saber más nada con quien consideraban una oveja negra, por lo que dejaron todo en sus manos.


El aspecto que tenía Gregorio antes de ser confinado a la tierra era magnífico: erecto como había sido en vida, y maquillado de forma tan convincente que casi se podía decir que sonreía. Para acomodarlo bien, la mujer mandó a hacer un ataúd especial con forma de T. Hizo que lo enterraran de forma vertical, en recuerdo de sus días más felices juntos. Luego dejó su trabajo, vendió sus propiedades y se recluyó como sacerdotisa en un templo de Príapo.

miércoles, 5 de marzo de 2014

¡Por el amor de Dios, Montresor!

Quizá la última vez que lo vi tuve un presentimiento. Un pequeño sacudón cuando terminaba cada frase. Un ligero temblor en la barbilla. Un leve castañeteo de los dientes.

Sí, quizás la última vez que lo vi estaba tratando de decirme algo. Quizás quería convencerme de hacer lo correcto. Sabía de mis dudas y temores. Y, sin embargo, nunca dijo nada. Nunca puso las cosas en claro, blanco sobre negro. No creo que lo hubiera hecho, aún si hubiera tenido más tiempo del que en efecto tuvo.

Porque no era su estilo. Le gustaban los rodeos, los juegos de la mente. Siempre quería controlar la información que daba. Nadie sabía jamás más de lo que él quería que se supiera. Y cuando hablaba, usaba subterfugios, formas extrañas del lenguaje. Su magnetismo lo hacía un líder nato, alguien a quien los hombres seguirían hasta la muerte... y más allá de ser necesario. Su voz cautivaba a la multitud, sus palabras los calmaban, sus ojos los encandilaban. Pero siempre había un resabio de distancia, un aire de superioridad que no terminaba de gustarme. Y aunque llegué a amarlo, con el tiempo una pequeña espina se clavó en mi costado.

Recuerdo perfectamente la situación. En el hotel había un pequeño restaurant, donde yo la había conocido. Sus ojos eran grandes, como de gacela, y en ellos asomaba la misma expresión de inocencia. En contraste su boca, voluptuosa y sensual, carmesí, le daba un aire de extraterreno. Todo iba bien. Una sonrisa, un gesto cómplice, habilitaron mi gambito.

Me acerqué a su mesa. Tomé un rosa roja como sus labios de un florerito cercano y se la ofrecí. Rocé con ella sus manos, delicadamente. Su voz sonó, atiplada cual cristal tallado, y silenció al resto del mundo. No podría precisar cuánto tiempo charlamos, pero creo que fue más que suficiente como para convencerme de que era la mujer de mi vida o lo más parecido que me había sucedido hasta ese momento.

Entonces, por supuesto, llegó él. Traje negro de confección, dientes blancos, aliento sofisticado. Al verme me saludó y se encaminó a nuestra mesa. Lo presenté a ella. Sonriendo, tomó su mano y la besó, para luego instalarse a mi lado y ordenar al camarero que trajera una botella del mejor champagne para celebrar  la ocasión. Las razones del festejo no fueron esclarecidas en ese momento.

De inmediato comenzó a aplicar sus encantos sobre mi acompañante. Charlando, ameno, comenzó su eterno juego. Debí de haber dicho algo, hecho algo, pero solo pude contemplar absorto cómo iba envol­viéndola con sus palabras, atándola con argumentos, desnudándola con voz meliflua. Cuando me sonrió y me preguntó si me molestaba que ambos se fueran, oculté mi enojo y sonreí, mientras movía la cabeza expresiva­mente mostrando mi conformidad. Me dejaron solo en el salón; los demás pasajeros ya habían vuelto a sus habitaciones.

Sabía dónde encontrarlo, sin duda. Esperé. Esperé. Esperé hasta que comenzaron a limpiar alrededor mío. Entonces me levanté. Subí a mi cuarto, de donde quería tomar un par de cosas. Cerré la puerta y mi mano fue la única que sintió el quedo clic de la cerradura. El lugar donde solía alojarse cuando visitaba la ciudad no era lejos de allí, y en esa dirección abandoné el vestíbulo. Los tacos de mis zapatos resonaban en el empedrado de la calle a medida que me acercaba a su casa.

Golpeé. Volví a golpear. Tardó en abrir, pero al fin lo hizo. Todavía se apreciaban los rastros de la lujuria en su rostro cuando entornó la puerta para ver quién era el que llamaba. Al reconocerme, una sonrisa iluminó su cara, y me hizo pasar de inmediato.

Yo conocía bien esa sala de estar. Se dirigió a un barcillo que había en un rincón y preparó mi bebida favorita, Bloody Mary con extra vodka. La trajo junto con bourbon neat para él. Tenía ganas de hablar. Lo dejé explayarse. Como dije, sus palabras cautivaban a la gente y yo no era una excepción. Desde pequeño que había sido así. Al mismo tiempo, había una parte mía que no se conectaba; recelosa, evitaba ser seducida como lo era de forma habitual. En ese sector cerebral se repetía una frase, como un mantra: “¡Por el amor de Dios, Montresor!”. Pero no dejé que un retumbar de la infancia me distrajera.

Gozaba con su compañía, sí. ¿Para qué negarlo? Su conversación era amena, y podía haberla continuado por horas. Mientras lo escuchaba, mi vista había estado recorriendo el espacio, perezosa. Todo estaba en su lugar, como bien lo sabía. Cada cuadro, cada mueble, cada cortina. Sólo había una señal invasiva: apoyado sobre el sofá que él consideraba mi favorito había un abrigo rojo. Bueno, no un abrigo rojo. Su abrigo. El de ella.

Algo debe haber traicionado mi fachada imperturbable. Paró de hablar un momento, y cuando volvió a hacerlo, su tono había cambiado. Dijo captar un brillo en mi mirada. Un brillo frío, que le causaba una sensación extraña. No estaba acostumbrado a sentir cosas nuevas, él.

En un solo movimiento me paré y me acerqué al sillón donde se encontra­ba. Le pedí que se incorpo­rara. Del bolsillo interno de mi saco extraje el viejo cuchillo de caza de papá y se lo mostré. Era largo, con una hermosa empuñadura recamada en oro. Se incorporó, todavía sonriendo y se disculpó, puesto que con su charla no me había preguntado cual era el motivo , sin duda alguna importante, para acudir a visitarlo a aquella hora intempestiva.

Éramos dos los que sonreíamos cuando comprendió. El cuchillo siguió camino hasta que la empuñadura chocó contra él. Todo el tiempo lo miré a los ojos. El temor ya había pasado. Cuando, con un delicado movimiento, subí mi mano hasta su pecho y la apoyla hoja﷽﷽﷽o tiva a visiu pecho,  cosas nuevas, a.lo sabomo lo era de forma habitual. En ese sector cerebral se repetglobos oculaé ahí un leve -levísimo, imperceptible- siseo de aire escapó por entre sus labios.


Retiré la hoja y retrocedí un paso. Se sostuvo un momento y por fin cayó. Cuando terminaron sus estertores, me agaché y utilicé su batín para limpiar el arma, que coloqué cuidadosamente en su funda. Hecho esto, me dirigí a la puerta. La abrí y, sin mirar atrás, abandoné la casa de mi hermano, de vuelta al hotel.