miércoles, 26 de febrero de 2014

La montonera

Había pilas. Montones. Cúmulos. Aglomeraciones, conjuntos, montículos, arsenales, acervos de palabras.

Y ninguna significaba nada. Ni una sola de ellas expresaba una verdad profunda. Las sílabas carecían de significado, porque la boca que las modulaba no inyectaba honestidad en su expresión.

¿Porqué? Quién podría decirlo.

El deseo estaba. O eso creí, durante un tiempo que ahora se me antoja extenso. Pero la manifestación de cambio se limitaba a eso: a la verbalización de un deseo, no a su hechura. Parecía que en éste, su momento de petrificación, lo único que podía moverse era su boca. A la palabra no la seguía ninguna acción. Puro aire.

La soledad de los sonidos que dejaba caer por su orificio frontal era arrolladora. Romper el silencio para decir nada. Infligir castigo sobre la blanda pìel de un suspiro. Batir un tambor sin cuero.

Pero antes del choque, antes de la colisión final, me sorprende. Vira con fuerza. Reaparece una convicción que parecía muerta. Sin llanto, sin furia, encuentra el camino. Un camino. Que ya es algo.

No siempre quien busca encuentra, me digo mientras presencio la mutación, un acomodamiento. La montonera se desarticula; etérea, huye al aire y en su lugar reaparece la promesa.


¿Porqué? Quién podría decirlo. Yo no.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Éxtasis de tango

Un paso al costado. Una eternidad.

Otro paso que sigue al anterior.

Un paso adelante. O atrás, según la perspectiva. Otro más.

Seguimos así y completamos el cuadrado.

La sostengo fuerte. Se deja llevar. Bailamos. Nuestros sexos se alinean. No de forma perfecta, porque ella tiene una cabeza menos que yo. Pero están tan cerca que se olisquean. El calor del suyo atrae al mío; intenta erectarlo hacia abajo. Mi pene huele su fragancia, avido como perfumista parisino, intentando descomponer en sus elementos primordiales ese aroma cautivante.

Estamos desnudos. Bailamos. Nuestros pellejos se esfuerzan por separarnos. Es en vano. La química multiplica el sentir y la atracción magnética es tal que entre nuestras pieles no hay espacio posible: nos adherimos con una fuerza frenética, mil veces más grande que la de un agujero negro que atrapa a un rayo de luz de una estrella distante y no lo deja escapar más.

Mis ojos apenas ven, aunque nunca estuvieron más abiertos. Los suyos se diría que fueran negros y no marrones, como sé que son. Sus pupilas, como las mías, están enormes. Nos caemos dentro del otro. Bailamos. Casi flotamos, aunque es diferente; sería imposible movernos de esta forma si lo hiciéramos. Pero los pies se elevan, no desconectados del resto del cuerpo, si no vinculados como nunca antes lo estuvieron.

Respiramos con un mismo compás. Exhalar, retener, inhalar, retener. Ciclo. Me llega su aire mientras ella aspira el mío. La calidez se extiende a los brazos y nos vincula en un círculo de combustión que nos completa. Bailamos perdidos, para encontrarnos.

La música nos envuelve en la semioscuridad rota por colores que pintan las paredes. Más que escuchar, la sentimos. Atraviesa nuestros cuerpos, nos guía. No pertenece al ritmo con el que nos movemos y, sin embargo, nos impulsa. Asincopados, bailamos. Nos acunamos, repitiendo el compás de cuatro tiempos, que se siente como el mecer de toda una vida.


Reímos de inocencia. Es nuestro tango de éxtasis.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Luces detrás de los ojos

Esa mujer tenía luces detrás de los ojos. Se podían ver cuando los posaba sobre vos.

No, no seas así. No era que sus ojos fueran claros. No eran ni grises ni azules ni ningún tono afín. Eran, más bien, verdes. Un poco gatunos, quizá, si te gusta esa clase de imágenes. Los ojos de gata más hermosos del mundo.

Y las luces no estaban en los ojos. Estaban detrás. Te iluminaban si se cruzaban con vos. Podías adivinar que, atrás de ellos, había algo más, un indefinible.los, había algo más, un indefinible.s. Pod detrlaros. No eran ni grises ni azules ni ning Una variable desconocida en una suma algebraica indeterminada.

Había poder en esa luz. Había potencia de vida, impulso de creación, pálpito de una sobrecogedora antioscuridad. Constructora de caminos, hacedora de poéticas distendidas por la alegría, la incandescencia de esos ojos veía a través tuyo y te desnudaba el alma.

Fuego glauco emitían. El calor de esa mirada derretía al más pintado. Primero una picazón. Le seguía un rápido ascenso de la temperatura epidérmica. Capa tras capa de piel la sensación se extendas como madera seca, con un crepitar alegre. color esmeralda.. cuerpo si no nunca mía imparable hasta envolverte en una llama de color esmeralda. Ardías como madera seca, con un crepitar alegre, de chispas contentas.


Esa mujer tenía luces detrás de los ojos. Yo podía verlas cuando se posaban sobre mí. Y mi felicidad dependía de ellas.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Bigamia

Me pasé la vida buscando temas sobre los que escribir.

Soñé ser escritor, mi primer sueño. A los 8 años me senté a trabajar en una novela. Todavía no la terminé, ni tampoco la que pretendió seguirle.

Vamos, que ninguna novela que empecé la he finiquitado.

Es que tengo poca paciencia por la acción física de escribir. Me molesta, pero me daría vergüenza dictar cosas y pasárselas a alguien para que las transcriba. Eso no es lo que hace un artesano. Si a veces hasta me dan ganas de agarrar la Olivetti del abuelo, esa en la que empecé “El castillo oscuro” (título de mi prima opus, en plena etapa Poe) y martillar un poco las teclas para sentir que sudo más estas palabras. La computadora sirve, es funcional. Pero le quita encanto a la tarea.

Porque si escribir fue mi primer amor, mi primer calentura fue teclear en la máquina. Sentía un placer fetichista simplemente en oler la tinta, escuchar los ruidos mecánicos que causaban las teclas, y ver el impacto de la letra sobre el papel.

Me pasaba tardes enteras tipiando: una lista de mis libros; un índice para mi colección de Las Mil y Una Noches que marcaba en qué página empezaba y terminaba cada historia de Scherezade; nombres de dinosaurios; letras de canciones, transcritas con la oreja pegada al grabador.

No podría asegurar cuándo ese fetiche por una acción se convirtió en amor por la palabra escrita y ganas de aprender a encauzarla (que dominarla es una quimera, sé a esta altura). Pero seguro que tuvieron mucho que ver los libros de Salgari, Verne y Wells que poblaron mi infancia, y la claridad narrativa que tenían, más allá de la posible crítica literaria que pueda hacérseles. El cuento siempre era claro.

Pero cuando entendí que con una historia podías embelesar a otro ser humano, abrirle las puertas de un mundo nuevo, ahí fue que la palabra me capturó. Cuando Hesse, Heinlein y Tolkien me cambiaron la vida, comencé a entender algo.

Palabra, fuiste mi primer amor, mi amor infantil y adolescente, y la primera pérdida, cuando por el embeleso de vivir de vos me dediqué a escribir por dinero y lo nuestro se convirtió en un matrimonio rutinario del que sólo pude escapar engañándote con otro, el teatro.

Es que llevo la escena en mis genes. Mis abuelos se conocieron haciendo teatro. Mis padres, estudiándolo. Poco después de comenzar esa primera novela jamás culminada, aprendí a disfrutar el sentir los ojos fijos del público sobre mí. La adrenalina de la mirada ajena me transporta como ningún texto. Sin embargo, la letra también es mi herencia: otro abuelo fue escritor, y escribiendo recorrió el mundo. Así, tironeado entre las sangres, me debatí años.

La necesidad monogámica de la sociedad también se impuso a mis deseos artísticos. Si amaba a una no podía amar a otro, y viceversa. ¡Si hasta pertenecen a géneros distintos! “La” palabra, “el” teatro. ¿Qué clase de degeneración era el querer tener a ambos?

Las frustraciones me hicieron elegir el teatro, hasta que las desilusiones con éste me dejaron sin opciones que considerar.

Así anduve perdido, hasta que un día nos volvimos a encontrar, palabra, dos viejos amantes que después de décadas se cruzan por casualidad y que descubren que aunque hayan cambiado mucho, entre ellos sigue habiendo algo. Se miran, se sonríen tímidamente. Se resisten pero saben que, más pronto que tarde, terminarán revolcándose, sudando como en sus mejores épocas.

Y como por arte de magia, recuperar mi primer amor me permitió recuperar al segundo.

Heme aquí, entonces: bígamo y bisexual. Amando situaciones con uno y momentos con otra. Compartiendo mi vida con dos. Sufriendo el doble, pero disfrutando al cuadrado.

No está tan mal mi vida. Tengo sobre qué escribir, y eso me alcanza.