La edad de la mujer no es fácil de
determinar. Podría tener veinte, o haber pasado la treintena. Su cabello es rojo,
pero de un rojo artificial. Los labios también están pintados de ese color. Cubriéndole
la parte de atrás de la cabeza usa una pañoleta con alguna clase de diseño que
no se distingue bien, en donde vuelve a predominar el carmesí, esta vez
mezclado con blanco y azul claro.
Sobre un fondo de pastos altos,
amarillentos, la mujer se arrodilla, de tres cuartos, sobre un mantel. Es obvio
que está de picnic. Su muñeca izquierda sostiene una canasta de mimbre, dentro
de la cual se adivinan elementos que no se diferencian con claridad.
La mujer se muerde apenas el dedo índice
de la mano derecha mientras mira pícara a cámara. Sus tetas son pequeñas pero se
notan increíblemente firmes, con el pezón izquierdo mirando en la misma
dirección que los ojos, como desafiando al observador.
Apostaría que en el momento de la foto lo
único que tenía puesto era ese pañuelo, pero algún impulso censor hizo que
después le pintaran la bombacha que usa: de color rojo, obvio, y con lunares
blancos.
¿A quién esperaba esta señora, ya que a
pesar de la edad indeterminada no puedo sacudirme la impresión de que es una
“señora”? La foto está armada, no es espontánea, pero: ¿tendría confianza la
modelo con el fotógrafo? ¿Será una imagen cándida, tomada como un juego entre
amantes, que al final termina ilustrando un mazo de cartas francesas? ¿Se
habrán revolcado por ese pasto seco después de la sesión de modelaje,
clavándose gramilla en la espalda mientras arqueaban el cuerpo para acercarse
el uno al otro, para meterse uno dentro de otra, disfrutándose?
Toda la escena, a pesar de la muy clara
intención de agitar las llamas de los malos pensamientos, tiene una cuota de
inocencia. Ella está feliz de mostrar sus pechitos al amante-cámara, un ojo
fijo que la inmortalizará, que hará que ese rostro no tan joven nunca se
arrugue, que sus tetas saltarinas y campechanas no cedan al impulso de caer.
No se le puede haber cruzado por la
cabeza a la modelo, ni al fotógrafo, que quién sabe cuántos años después, a
miles y miles de kilómetros de distancia del prado de colores amarillentos que
los inspiró, un chico de diez u once se escabulliría en secreto cada vez que podía para
observarla horas y horas, sin terminar de entender bien qué le pasaba en la
entrepierna durante esa contemplación.
Escondida en un cajón, dentro de una
cajita de plástico con otras chica señoras, atrás del cortaúñas y otras
minucias personales del abuelo, me la imagino esperando el momento de salir a
la luz, aunque fuera por un período breve, durmiendo un sueño de cartón pintado
sólo interrumpido por mis manos ansiosas. Siempre sentí que esa sonrisa
cómplice me la daba como para tranquilizar los latidos acelerados de mi corazón
preadolescente. No diría que la amé, pero sí que acompañó muchas de mis tardes
y que, cuando durante un tiempo la creí extraviada, me sentí triste.
Pero no estaba perdida; después de una
mudanza, un día la encontré, y a todas las demás, rebuscando en viejas cajas. Estaba
en una valija antigua, de tela, llena de fotos en blanco y negro desde las que me
miraban unos abuelos jóvenes y sonrientes.
Durante unos segundos, contuve la
respiración, temiendo romper algún hechizo que me la hubiera traído de vuelta.
Pero no era un espejismo. Ahí estaba, junto con las diez y tantas amigas que
tan bien recordaba.
Le di un lugar en mi biblioteca. Ahora
cada vez que quiero verla no tengo que esconderme. Y su sonrisa sigue igual,
tan invitadora como sus tetas.