miércoles, 31 de julio de 2013

As de Trébol

La edad de la mujer no es fácil de determinar. Podría tener veinte, o haber pasado la treintena. Su cabello es rojo, pero de un rojo artificial. Los labios también están pintados de ese color. Cubriéndole la parte de atrás de la cabeza usa una pañoleta con alguna clase de diseño que no se distingue bien, en donde vuelve a predominar el carmesí, esta vez mezclado con blanco y azul claro.

Sobre un fondo de pastos altos, amarillentos, la mujer se arrodilla, de tres cuartos, sobre un mantel. Es obvio que está de picnic. Su muñeca izquierda sostiene una canasta de mimbre, dentro de la cual se adivinan elementos que no se diferencian con claridad.

La mujer se muerde apenas el dedo índice de la mano derecha mientras mira pícara a cámara. Sus tetas son pequeñas pero se notan increíblemente firmes, con el pezón izquierdo mirando en la misma dirección que los ojos, como desafiando al observador.

Apostaría que en el momento de la foto lo único que tenía puesto era ese pañuelo, pero algún impulso censor hizo que después le pintaran la bombacha que usa: de color rojo, obvio, y con lunares blancos.

¿A quién esperaba esta señora, ya que a pesar de la edad indeterminada no puedo sacudirme la impresión de que es una “señora”? La foto está armada, no es espontánea, pero: ¿tendría confianza la modelo con el fotógrafo? ¿Será una imagen cándida, tomada como un juego entre amantes, que al final termina ilustrando un mazo de cartas francesas? ¿Se habrán revolcado por ese pasto seco después de la sesión de modelaje, clavándose gramilla en la espalda mientras arqueaban el cuerpo para acercarse el uno al otro, para meterse uno dentro de otra, disfrutándose?

Toda la escena, a pesar de la muy clara intención de agitar las llamas de los malos pensamientos, tiene una cuota de inocencia. Ella está feliz de mostrar sus pechitos al amante-cámara, un ojo fijo que la inmortalizará, que hará que ese rostro no tan joven nunca se arrugue, que sus tetas saltarinas y campechanas no cedan al impulso de caer.

No se le puede haber cruzado por la cabeza a la modelo, ni al fotógrafo, que quién sabe cuántos años después, a miles y miles de kilómetros de distancia del prado de colores amarillentos que los inspiró, un chico de diez u once se escabulliríaLa contraposicismo en secreto cada vez que podía para observarla horas y horas, sin terminar de entender bien qué le pasaba en la entrepierna durante esa contemplación.

Escondida en un cajón, dentro de una cajita de plástico con otras chica señoras, atrás del cortaúñas y otras minucias personales del abuelo, me la imagino esperando el momento de salir a la luz, aunque fuera por un período breve, durmiendo un sueño de cartón pintado sólo interrumpido por mis manos ansiosas. Siempre sentí que esa sonrisa cómplice me la daba como para tranquilizar los latidos acelerados de mi corazón preadolescente. No diría que la amé, pero sí que acompañó muchas de mis tardes y que, cuando durante un tiempo la creí extraviada, me sentí triste.

Pero no estaba perdida; después de una mudanza, un día la encontré, y a todas las demás, rebuscando en viejas cajas. Estaba en una valija antigua, de tela, llena de fotos en blanco y negro desde las que me miraban unos abuelos jóvenes y sonrientes.

Durante unos segundos, contuve la respiración, temiendo romper algún hechizo que me la hubiera traído de vuelta. Pero no era un espejismo. Ahí estaba, junto con las diez y tantas amigas que tan bien recordaba.


Le di un lugar en mi biblioteca. Ahora cada vez que quiero verla no tengo que esconderme. Y su sonrisa sigue igual, tan invitadora como sus tetas.

miércoles, 24 de julio de 2013

Yukón (Monólogo II)

Ella cambió.

Cambió por mí. Para mí. A causa mía. Por mi placer.

No hay quejas, no. Hay… silencios. Revisiones. Nuevos recorridos.

Me pesan los cambios, por auténticos que sean. La honestidad misma tiene un límite. Hay fronteras que sólo pueden cruzarse una vez.

Pero, ¿qué pasa cuando el territorio frente al que nos paramos nos asusta? La inmensidad de ese Yukón amedrenta. ¿Porqué? Quizá porque ser el todo de alguien se parece demasiado a no ser nada. Es una resposabilidadd que no queremos.

Los buscadores de oro que iban a ese lugar inhóspito de Canadá arriesgaban todo en un sueño dorado del capitalismo más completo: tener ese golpe de fortuna, que la Diosa misma les sonriera. Con un solo beso, su vida se vería redimida. Explicada.

Por la quimera de su oro enfrentaban fríos cuasi polares, extraños animales velludos y la locura blanca que a veces los convertía en caníbales.

El Yukón del cambio es igual: nos adentramos en la desolación helada de que alguien deje de ser para ser en nosotros. Con un enclenque trineo nos metemos, asustados de las posibles consecuencias, en la vastedad de un territorio que no nos pertenece, porque es de la Naturaleza. Y soñamos con encontrar una pepita de oro enorme que justifique el riesgo, el miedo, el esfuerzo.

Como con tantas otras cosas, nos sobrevendemos las chances que tenemos. Sabiendo que la búsqueda es casi imposible, igual persistimos. ¿Porqué? ¿Tan fuerte es la pulsión del descubrir? Aún con el conocimiento de que lo que queremos hallar es difícilmente encontrado, seguimos adelante.


Y muchas veces, como esos cazadores de ilusiones doradas, nos quedamos congelados en medio de la nada.

El Yukón gana otra vez.

miércoles, 17 de julio de 2013

La cigarra y la hormiga

En la fábula de la cigarra y la hormiga siempre tomé partido por la cigarra.
Desde el vamos me pareció odiosa la hormiga, y su moraleja obvia.

Entiendo que la idea de las fábulas es darle valores a los niños, que sin estos simpáticos cuentos de bichos antropomorfizados no podrían desarrollar su conciencia ética y, quizá, terminarían siendo más animales que la zorra, el cuervo, el ratón de campo o el león.

Aunque a lo mejor sería preferible que los purretes no aprendieran nada de una fábula como esta, en la que un altisonante sabelotodo prefiere tener razón y dejar morir a alguien de hambre que ser compasivo y entender las miserias del que tiene enfrente.

¿Que qué cuento me gustaría leer? Uno en donde la cigarra no se caga muriendo sólo por ser diferente a la hormiga. O uno en el que la cigarra acepta morir como debe morir, como es su naturaleza morir, y en el que no tiene deseos de ser hormiga. En donde acepta que su vida es corta, y se dispone a vivirla con alegría.

Quizpibempre en mi cabeza)ien (asá, mejor aún: justo después de que la hormiga le dice a la cigarra, santurronamente y con voz de señora bien (así sonó siempre en mi cabeza), que debería haberse preparado para el invierno, aparece un chico con una pibe y quema al carajo a la hormiga. Mientras, la cigarra se ríe a más no poder.

Cuando el himenóptero no es más que un pequeñísimo carbón, la cigarra y toda su familia de holgazanes cantarines se meten en la casa de la hormiga y se la ocupan, por pelotuda. Y por no haber entendido que podés juntar toda la comida para el invierno que quieras, pero en cualquier momento la muerte puede aparecer en tu cielo y chau. Metete las provisiones para el clima frío en el culo.


Mejor cantá, que aunque tu canción quede trunca por la muerte, igual es la mejor forma de desafiarla.

miércoles, 10 de julio de 2013

La llave

N. sacó una llave. No tenía nada de particular. Era una llave de puerta de calle. Irrelevante es su apariencia. Lo que importa es para qué íbamos a usar ese pedacito de  metal.

N. se mudaba del loft en el que vivía en Brooklyn, y estaba haciendo una fiesta de despedida. Mi amiga no se llevaba bien con sus compañeros de departamento, de quienes no sé el número exacto pero sí que eran todos artistas. Debo decir que debatí un rato conmigo mismo para no escribir “artistas” entre comillas, pero me parecía demasiada editorializaci en mi clasen una escuela de teatro. the way, un jonrones fornicatorias. Con N. ya larado prop que ón para este temprano tramo del relato.

No se llevaba bien con sus roomates, N., y en consecuencia había decidido despedirse con una fiesta a puro reviente con el semi declarado (a algunos íntimos) propósito de romper la casa.

Pero antes de romperla había que ponerla linda, y así fue que me encontré una tarde de sábado ayudando a N. a ajustar todo. Estábamos solos: nadie más había venido a dar una mano y los roomates brillaban por su ausencia.

Me convenció de ir a ayudar una mezcla de buena onda genuina con difusas intenciones fornicatorias. Con N. ya habíamos tenido roces. Unas tocatas y besos en noches tardías de vinos pos ensayo. Pero 100% all the way, un jonrón, un K.O. irreprochable… nunca. O, me decía yo, “not yet”. Viviendo una plena etapa de pistolero loco, no pensaba resignar ninguna posibilidad de ponerla, por remota que fuera; y en este caso, no era tan lejana tampoco.

N. era alemana. Estudiábamos juntos en una escuela de teatro llena de sus coterráneos, más muchos israelíes y argentinos. La conocí en mi clase de danza, donde lo primero que me llamó la atención fue su culo. Obviously. No soy un tipo original.

N. era alemana. Lo repito porque era muy típica germana del ideal Nazi: rubísima, ojos grises, pómulos altos, cara ligeramente caballuna con algunas cicatrices de acné. No era corpulenta pero tenía apenas centímetros menos que yo y una interesante distribución de masa muscular que favorecía su tren inferior, dato siempre agradable por cierto.

Habíamos terminado de ordenar todo: metimos infinidad de six-packs en la heladera y en una bañera llena de hielo; pusimos los snacks en las mesas; cambiamos luces de lugar y de color; probamos que la ma el gesto que universalmente todo coquero reconoceabeza, y hac la mheladera y en una bañera llena de hielo; pusimos los snacks úsica sonara bien.

La gente estaba citada a partir de las nueve de la noche, y eran poco más de las siete. N. me trajo un porrón de alguna birra no yanqui (como alemana entendía la diferencia entre meo frío y cerveza). Brindamos y dimos un trago, largo.

Ni bien lo hicimos N. me dijo: “Do you vant to do some coke?”. Ya estaba acostumbrado a que pronunciara la “W” como “V”, pero en esa frase además pensé que se había confundido “do” con “drink”. Y le dije que no, que no quería coca; la cerveza estaba perfecta.

Me miró un segundo sin entender y después soltó una risotada. “Not Coke! Coke!” dijo, mientras hacía la pantomima de tomar de un vaso, negar con la cabeza, y mostrarme el gesto que todo coquero reconoce: la palita a la nariz.

Yo me reí también, para cubrir la vergüenza que me daba haber quedado como un ignorante. Le dije que no la había entendido porque nunca había tomado cocaína. Lo que era cierto.

Se le agrandaron los ojos. “Ohhh! You’ll love it”.

N. no esperó a que yo agregara nada más, se fue para su cuarto y volvió rápido. En la mano, me mostró, tenía una bolsita minúscula, ponele que de cinco centímetros por cinco, con cierre ziploc. En la bolsita había un polvo blanco.

En los tres minutos que había estado solo confirmé conmigo mismo que sí, quería probar. Y es que a veces mi boca actúa por su cuenta y después me fuerza a desdecirme. Pero: ¿qué mejor ocasión para desvirgarme cocainómanamente que en Nueva York, en un loft ultra cool de Brooklyn y en la previa de una fiesta de reviente completo? Los dioses de las drogas me habían alineado todas las estrellas, me habían puesto la pelota en el punto de penal, me habían enmantecado y acercado a la boca la tostada… You get what I mean. ¿Qué sí quería tomar? Fuck yeah.

Y ahí fue como llegamos a lo de la llave.

Me sorprendió que N. no se pusiera a peinar una l ser de un reviente memorable.esar de eso, esa noche prometínea en una mesa, como Hollywood me había enseñado se tomaba cocaína; en cambio, metió la punta de la llave en la bolsita, levantó una puntita del polvo blanco y se lo mandó por la fosa derecha. Bastante tiempo después noté que cuando se consume así (o con cucharitas o elementos similares, en contraposición a la tirada) generalmente mandás la primera tanda al orificio del lado de tu mano hábil; en menos palabras, N. era diestra, e iba a esa fosa primero.

Después de repetir la operación con la izquierda, mi amiga me pasó los elementos. No fue difícil imitarla, aunque la primer carga de llave fue un poco excesiva.

A medida que mi nariz se hacía amiga del perico, tuve dos claros pensamientos. Uno: que nunca sería adicto a ese polvo símil tiza. No me gustaba el sabor amargo que me había dejado en la parte de atrás de la garganta. Dos: que a pesar de la consideración “Uno”, esa noche blanca estaba perfilándose como memorable.


No me equivoqumil tiza﷽﷽se polvo saína; en cambio,é. Fue memorable. Aunque eso sí, jamás me pude coger a N.

miércoles, 3 de julio de 2013

La carta

Sus manos nerviosas no se decidían a abrir la nota.

Se había despertado con el sobre al lado. No estaba cuando se había dormido; lo había hecho sola.

Pero ahí estaba. Un rectángulo negro.

Quizá la neblina del apenas despertar fue la que le permitió aceptar sin necesidad de explicarse cómo era que había llegado ahí.

Ahí estaba. Y ella lo había tomado, con manos nerviosas.

Sabía quién había escrito las palabras que iba a leer, aunque la misiva no tuviera remitente ni ninguna clase de marca.

Suspiró lento, intentando controlar la respiración, calmarse. Sabía quién.

No sabía qué. Podía sopesar probabilidades, hacer cálculos, apostar consigo misma. Pero no tenía certezas. Había sólo una forma de averiguarlo, si sólo sus manos nerviosas le dieran cinco segundos de descanso.

Otra respiración controlada, y el salto al vacío.

El papel era blanco; la letra, manuscrita.

“Yo sé.

Sé.

Sé, con total certeza, la alegría con la que te metiste el plug en el culo. Ese culo hermoso que me da placer, y que vos querés perfeccionar por mí. Y la calentura y satisfacción con la que ayer te moviste en tu mundo, pensando: ‘Estoy acá, sí. Pero también estoy con mi Señor. Cada vez que me siento, que me muevo, lo siento a Él’.

‘Él, con mayúsculas, porque sólo puedo pensarlo así. Y toda esta gente que me mira no sabe. No sabe lo que se siente. No sabe lo que siento yo ahora. Acá, perteneciéndole. Mientras teorizamos sobre filosofía, letras o política,  feminismos y heteronormatividades, soy Suya. Porque está en mi cuerpo y en mi mente’.

Y quizá pertenecer de tal forma te asusta. Pero no tengas miedo.

O mejor: tené miedo, sí.

Yo también tengo miedo, pero eso no me frena. Ni ahora ni nunca.

Me cago en el miedo. Fistfuckeo al miedo. Le meto el puño hasta el codo al miedo y lo Domino.

Mi miedo, el tuyo, el de ella. El del mundo.

Ese podría ser mi don: el miedo no me frena. No me frena porque todo lo que vale da miedo, porque abrirse da miedo.

Ser, da miedo.

Cerda.

Mi cerda.

Mi puta.

Mi culo.

Ya otro te va a coger el culo y la boca, por mi orden.

Pero vos sólo podrás pensar: este nadie se coge el culo de mi Señor. La boca de mi Señor. A la puta de mi Señor.

Si llegás a decirme Amo (cómo sé que te morís de ganas de hacer), va a ser aún más fuerte. Puede que sea lo más fuerte que te haya pasado hasta hoy. Y eso es lo que buscás.

Yo no sé todavía cuándo sucederá, pero un día sí lo sabré.

Ese día será magnífico”.

Se quedó mirando el papel hasta que su vista lo disolvió. Lentamente, se dejó caer de espaldas sobre la cama. Las manos, no más nerviosas, descansaron a los costados de su cuerpo. Soltó la respiración que había estado conteniendo.


Y sonrió.