miércoles, 26 de junio de 2013

Notas para antes de dormir

A veces con A. nos dormimos agarrándonos la mano. Nos acostamos frente a frente. Yo estoy del lado derecho de la cama, y ella del izquierdo. Nos tomamos de las manos opuestas: A. toma mi diestra con su zurda.

Nuestros cuerpos no están tan cercanos, porque nos da mucho calor. En pleno invierno no dormimos más que con una frazada y una colcha, de tanta temperatura que generamos. Es común que la mañana nos encuentre desnudos. Ella, porque así duerme a menos que sea totalmente imposible. Yo, porque a lo largo de la noche voy haciendo un strip tease entre sueño y sueño, hasta quedar en pelotas y sudado.

Es invariable que A. se duerma antes que yo, a menos que hayamos tenido alguna discusión o entredicho. Aún ahora, después de tantas noches juntos, no deja de maravillarme la capacidad que tiene para entregarse a Morfeo en cuestión de segundos. Desde que dice buenas noches a que se duerme nunca pasan más de cinco minutos. Para mí, aquejado de miles de complicaciones previas a las visitas de los Oneiroi, esa habilidad me parece el Santo Grial. ¡Quién pudiera rendirse a la inconsciencia tan pronto!

Cuando se duerme, A. me aprieta la mano. No de forma constante, no. La estruja rítmicamente: a veces con más fuerza, a veces con menos. Ella no sabía de esta costumbre suya hasta que se la conté, algún desayuno. Me miró como si le hubiera dicho que era sonámbula, y al principio le costó creerme. Después de despertarla un par de veces mientras lo estaba haciendo, se rindió a la evidencia. Creo que le daba un poco de vergüenza reconocer algunas de las implicaciones que tiene que me agarre así, como si no quisiera que yo me escapara mientras está distraída soñando.


Pero es justamente cuando camina por tierras oníricas que más cerca de ella quiero estar, para que las recorramos juntos. Entonces antes de dormir siempre le digo, suavecito, casi sin exhalar, bien cerca del oído: “Si me buscás en tus sueños, me vas a encontrar”. Sé que aún perdida en algún paisaje somnoliento me escucha. Y una que otra vez ella sonríe, todavía dormida; esa sonrisa me ayuda a descansar a mí.

miércoles, 19 de junio de 2013

El exilio del abuelo

Mi abuelo llegó a la Argentina en 1949. Traía una esposa, un hijo de siete años y la amargura del exilio franquista. Venía de vivir casi toda su vida en tierra tomada, el llamado “Marruecos Español”, la franja del norte de África que España soñó con hacer su propia Argelia.

Allá, don Jesús llevaba los números de unas granjas. Siempre tuvo buena cabeza para los números, el valenciano. Hasta los treinta años había sido un comunista bon-vivant. Gustaba de contar cómo en sus años adolescentes usar la corbata de cinturón equivalía a ser transgresor. Eran épocas de bonanzas para los hijos de maestros enviados a enseñarle a los colonos españoles en territorio marroquí. Después, las circunstancias lo forzaron a laburar.

Peleó por la República y cayó preso. Volvió a Larache, donde nació mi padre. Mal no le iría en términos de dinero, o prestigio. Pero en algún momento la idea de vivir bajo la efigie de El Caudillo de España (por Gracia de Dios) se le hizo insoportable y así rumbeó para el sur.

En Argentina no pudo quejarse de su destino económico-social. Aterrizó en pleno peronismo y lo odio desde su marxismo pero se benefició laboralmente por él. Mas su amargura nunca terminó de disiparse. Viajó cinco veces a España, las últimas dos ya después de la muerte del Generalísimo. Su amargura, cual cachorrito, lo seguía. El abuelo puteaba contra este país que lo había acogido. Puteaba contra el país que lo había echado.

Cuando don Jesús insultaba estas Pampas, yo lo hacía callar preguntándole porqué no se había vuelto. Esa bronca que tenía contra mi país no la entendí nunca. Su odio hacia factores básicos que constituyen este maltratado rincón del mundo nunca dejó de sorprenderme. Me la cobraba llamándolo para gritarle por teléfono cada vez que la selección de fútbol hacía un gol en un partido. Él siempre hinchaba por el otro equipo. Salvo que el otro equipo fuera Alemania. A “esos Nazis” no los alentaría nunca.

Mi abuelo murió, todavía en el país del sur en donde había muerto su compañera de viaje y donde quedaba la gente que él más quería: su hijo y los hijos de su hijo. Murió triste, estoy seguro, con tristeza de inmigrante.

Un día me tocó irme a mí. Yo también dejé mi país y me expulsé, o expulsaron. Honestamente, ya no lo recuerdo. Y cuando estuve lejos entendí. Entendí a don Jesús y su cólera ciega y mansa contra un país que no lo quería y contra otro que lo había recibido pero que él hubiera preferido no querer; hubiera deseado no echar raíces acá. Comprendí el exilio interminable, el sentirse diferente todo el tiempo, hasta la muerte. Su afán de hablar “en argentino” no alcanzaba. El acento se colaba por todas partes. Creo que nunca dejó de sentirse extranjero.

Como me pasó a mí, más allá de que la diferencia de idioma fuera mayor que sólo un acento. Yo pude escapar a mi escape, y volver, aunque nadie sepa por cuánto tiempo se queda en casa. O, siquiera, dónde está “casa”.


Pero desde ese día en que pisé costas lejanas estoy más cerca de mi abuelo. Cada vez que la Selección hace un gol, sonrío un poco para mis adentros, y se lo dedico a don Jesús.

miércoles, 12 de junio de 2013

La conversación

Estábamos a pocos metros de distancia, y separados por millones.

Podía ver su perfil a contraluz. Sus rasgos aparecían y desparecían entre las sombras. A veces se parecía a ella misma; a veces su rostro era una máscara grotesca, un impulso deformado hecho carne.

La garganta se le había ido secando. Cada vez más áspera y ronca, su voz terminó transformándose en un croar agudo. Me era imposible creer que en otras ocasiones esa voz me hubiera cautivado, embelesado, transportado con su timbre.

De a poco dejó de hablar. Se quedó sentada sin decir nada por un tiempo de esos que no terminan. Si no hubiera estado prestando mucha atención, no habría podido decir si todavía respiraba. Me acerqué. Mi mano se resistió pero a la fuerza la oligué a apoyarse sobre su rodilla. Mi toque pretendió ser liviano.

Por un instante sentí su piel, arenosa y seca. Después, se desmoronó ante mi ojos. Primero cayó la rodilla que yo tocaba, y eso formó dos corrientes alúdicas que se dispararon, una hacia los pies y la otra hacia el muslo y la parte superior del cuerpo. Desmenuzándoseme entre los dedos, vi una semisonrisa en su cara, segundos antes de que se disolviera en una lluvia fina de partículas cayendo al suelo.


Se había convertido en una estatua de sal.

miércoles, 5 de junio de 2013

Confesiones de una mente pelirroja I

Tengo el pelo rojo.

O, digamos, del color que popularmente se conoce como “pelirrojo”. Que no es rojo-rojo; es más bien un continuum que va de un tono naranja brillante, fluorescente, hasta un cobrizo oscuro, a veces poco distinguible de un castaño. Incidentalmente, mis preciados cabellos se encuentran en ese extremo, aunque de peque era más parecido al otro.

Ser pelirrojo no es tan traumático como puede ser pertenecer a alguna otra minoría, sea étnica, religiosa, sexual o whatever. No busco victimizarme. But oh boy!, tampoco es sencillo.

A lo largo de mi infancia tuve que lidiar con los apodos infamantes que surgían de la siempre fértil imaginación de la gente que me rodeaba, ya fueran amigos, conocidos, o gente al paso. De los obvios “zanahoria”, “fosforito” y “fideos con tuco” a los más sutiles pero no menos denigrantes como “feriado” o “Chapulín Colorado”.

Sumale un nombre raro y largo y tenés la fórmula perfecta para que nadie se aprenda cómo te llamás y, en cambio, confíe en el probado método del alias. Que ese alias te guste o no suele chuparles un huevo a los nomencladores.

Quizá la amargura con la que me suenan las palabras que escribo mientras las leo en voz alta se note en el texto. Porque, si hace falta aclararlo, toda mi vida odié cada variante que usaron para nombrarme basándose en el color de mi pelo. Todas y cada una: cariñosas, despectivas y todo lo del medio.

Crecer pelirrojo implica ver gente que cuando se cruza con vos por la calle se agarra un huevo o una teta. O, sin el más mínimo reparo, directamente toca tu cabeza. Es para “ahuyentar la mala suerte”. Porque, sí, se supone que somos yeta.

Ni hablar de mi mayor adversario, el sol, y de su primo hermano, el día al aire libre. Desde que a los cuatro años el inconsciente de mi padre, recién separado, me llevó de vacaciones a Villa Gesell por las suyas, y yo retorné con quemaduras de primer grado por haber estado días y días expuesto a una pija de rayos ultravioletas que se cogió incesantemente mi piel, no salgo a ninguna parte sospechada de soleada sin mi protector.  Factor seis trillones, por supuesto. Me toma más de 20 minutos, medidos con relós, aplicarme ese mejunje por todas partes.

Y cuando digo todas partes, es casi literal: lo único que no me protejo son las bolas y el culo (el pito estaría dentro de “las bolas”). Porque no ponerme pantalla en las orejas, o en los empeines, o en el dorso de la mano, o atrás de las rodillas, es invitar a Helios a que tenga su propia orgía privada conmigo. De paso, la mención de esos lugares tan específicos no es casual: son zonas del cuerpo en las que me he quemado y que me han forzado a desarrollar técnicas para dormir sema parado, o con la cabeza colgando por afuera de la cama, o con los pies metidos en agua fría.

La lista de los enemigos de los pelirrojos continúa: piletas cubiertas de sombra en su mayor parte pero cuya agua refracta rayos solares desde un rincón hasta uno y en media hora lo dejan rosado como el dinosaurio Barney.

Ya de grande y habiendo impuéstole al mundo que me llame por mi puto nombre, que para algo lo tengo, y resignado a ver las tardes soleadas desde mi habitación oscura, aparece una nueva fuente de rotura escrotal: la gente que quiere saber si todo mi pelo es pelirrojo. Esta pareciera ser la duda definitiva que tiene todo ser que no ha sido bendecido con bajos niveles de melanina.

Si quien interpela es tímido, intenta usar algún eufemismo, del estilo de “¿La alfombra va con las cortinas?” o (este es bien de minita) “¿Sos tooooooooooodo colorado? ¿En serioooooooooo?”. Por pelotudo que parezca, prefiero esos intentos un poco infantiles de averiguar el dato que los que directamente preguntan (típico chabón) “¿Las bolas también las tenés pelirrojas?”.

Cuando era adolescente y audaz, mi respuesta solía ser un “¿Querés ver por vos mismo?”, seguida de una rápida desabrochada de lienzos y exposici. testicularnzos y la extracciióna extraccia sols un poco infantiles de averiguar el dato que los que directamente pregunta (y eón testicular. O me metía la mano adentro del calzón, arrancaba unos púbicos y se los acercaba a la cara, diciendo “No sé. Decime”.

Ya de adulto, y calculo que por la cara de agreta que muchas veces tengo, no me preguntan tanto. Pero sé que la duda está ahí, carcomiendo sus cerebros no-ginger. Como a vos ahora que leés esto.


Quedate con las ganas.