Tengo el pelo rojo.
O, digamos, del color que popularmente se
conoce como “pelirrojo”. Que no es rojo-rojo; es más bien un continuum que va
de un tono naranja brillante, fluorescente, hasta un cobrizo oscuro, a veces
poco distinguible de un castaño. Incidentalmente, mis preciados cabellos se
encuentran en ese extremo, aunque de peque era más parecido al otro.
Ser pelirrojo no es tan traumático como
puede ser pertenecer a alguna otra minoría, sea étnica, religiosa, sexual o
whatever. No busco victimizarme. But oh boy!, tampoco es sencillo.
A lo largo de mi infancia tuve que lidiar
con los apodos infamantes que surgían de la siempre fértil imaginación de la
gente que me rodeaba, ya fueran amigos, conocidos, o gente al paso. De los
obvios “zanahoria”, “fosforito” y “fideos con tuco” a los más sutiles pero no
menos denigrantes como “feriado” o “Chapulín Colorado”.
Sumale un nombre raro y largo y tenés la
fórmula perfecta para que nadie se aprenda cómo te llamás y, en cambio, confíe
en el probado método del alias. Que ese alias te guste o no suele chuparles un
huevo a los nomencladores.
Quizá la amargura con la que me suenan
las palabras que escribo mientras las leo en voz alta se note en el texto.
Porque, si hace falta aclararlo, toda mi vida odié cada variante que usaron
para nombrarme basándose en el color de mi pelo. Todas y cada una: cariñosas,
despectivas y todo lo del medio.
Crecer pelirrojo implica ver gente que
cuando se cruza con vos por la calle se agarra un huevo o una teta. O, sin el
más mínimo reparo, directamente toca tu cabeza. Es para “ahuyentar la mala
suerte”. Porque, sí, se supone que somos yeta.
Ni hablar de mi mayor adversario, el sol,
y de su primo hermano, el día al aire libre. Desde que a los cuatro años el
inconsciente de mi padre, recién separado, me llevó de vacaciones a Villa
Gesell por las suyas, y yo retorné con quemaduras de primer grado por haber
estado días y días expuesto a una pija de rayos ultravioletas que se cogió
incesantemente mi piel, no salgo a ninguna parte sospechada de soleada sin mi
protector. Factor seis trillones, por
supuesto. Me toma más de 20 minutos, medidos con relós, aplicarme ese mejunje
por todas partes.
Y cuando digo todas partes, es casi
literal: lo único que no me protejo son las bolas y el culo (el pito estaría
dentro de “las bolas”). Porque no ponerme pantalla en las orejas, o en los
empeines, o en el dorso de la mano, o atrás de las rodillas, es invitar a
Helios a que tenga su propia orgía privada conmigo. De paso, la mención de esos
lugares tan específicos no es casual: son zonas del cuerpo en las que me he
quemado y que me han forzado a desarrollar técnicas para dormir sema parado, o
con la cabeza colgando por afuera de la cama, o con los pies metidos en agua
fría.
La lista de los enemigos de los
pelirrojos continúa: piletas cubiertas de sombra en su mayor parte pero cuya
agua refracta rayos solares desde un rincón hasta uno y en media hora lo dejan
rosado como el dinosaurio Barney.
Ya de grande y habiendo impuéstole al
mundo que me llame por mi puto nombre, que para algo lo tengo, y resignado a
ver las tardes soleadas desde mi habitación oscura, aparece una nueva fuente de
rotura escrotal: la gente que quiere saber si todo mi pelo es pelirrojo. Esta
pareciera ser la duda definitiva que tiene todo ser que no ha sido bendecido
con bajos niveles de melanina.
Si quien interpela es tímido, intenta
usar algún eufemismo, del estilo de “¿La alfombra va con las cortinas?” o (este
es bien de minita) “¿Sos tooooooooooodo colorado? ¿En serioooooooooo?”. Por
pelotudo que parezca, prefiero esos intentos un poco infantiles de averiguar el
dato que los que directamente preguntan (típico chabón) “¿Las bolas también las
tenés pelirrojas?”.
Cuando era adolescente y audaz, mi
respuesta solía ser un “¿Querés ver por vos mismo?”, seguida de una rápida
desabrochada de lienzos y exposici.
testicularnzos y la extracciióna extraccia sols un poco infantiles de averiguar
el dato que los que directamente pregunta (y eón testicular. O me metía
la mano adentro del calzón, arrancaba unos púbicos y se los acercaba a la cara,
diciendo “No sé. Decime”.
Ya de adulto, y calculo que por la cara
de agreta que muchas veces tengo, no me preguntan tanto. Pero sé que la duda
está ahí, carcomiendo sus cerebros no-ginger. Como a vos ahora que leés esto.
Quedate con las ganas.