lunes, 25 de febrero de 2013

El agujero


Ahí estaba el agujero. Mirándome.

Eso era extraño, porque también me había tragado. Yo todavía no lo había notado y seguía aferrándome a la ilusión de que el agujero no me había consumido, que no había caído en cuerpo y alma en ese lugar oscuro y a la vez atractivo. ¿O existía esa diferencia? ¿No había sido mi vida hasta ese momento un devenir en búsqueda de la oscuridad atrayente?

Y ahí estaba el agujero. Tentándome.

De tanto desearlo, de tanto buscarlo, de tanto perseguirlo, soñarlo y llorarlo, lo había encontrado. Nos habíamos encontrado. El agujero perfecto, que de a poco comenzaba a hacerme su espejo, a horadarme. Taladraba mi mente.

Un olor pungente llenaba el aire. No era desagradable, no. Penetraba en mi nariz y buscaba ese punto, ese punto justo en donde dejaba de ser un aroma y se convertía en una visión. En esa imagen, el agujero se desnudaba ante mí y se entregaba a mis deseos, sin decirme que la retribución era simétrica.

Pero ahí estaba el agujero. Encerrándome.

La negrura a mi alrededor ya era completa. El único sonido era el de mis ojos, lanzándose de lado a lado ansiosos por un destello de luz que, bien sabía yo, jamás llegaría. A ese lugar no entraba nada. Sólo yo supe tener la llave, y me había olvidado de dónde estaba.

La cerradura rechinaba; mi instrumento poco lubricado forzaba su camino al pasado. Y el sufrimiento metálico se convertía poco a poco en un ritmo, un sonido totémico, danzante, mezcla de todas las músicas. O casi. Siempre había algo que faltaba.

Igual, ahí estaba el agujero. Consumiéndome.

Mi piel se disecaba, lanzaba un último suspiro antes de convertirse en papiro. La garganta seca, caliente, rasposa. El humo ondulante hedía a dulce. Me entregaba imágenes, ese humo. Siluetas que venían a compartir mi caída, etensatrumento invitaci en una ruta poco transitada por maba.camino en el pasado. Y el sufrimiento metéreas, grises, zumbando como abejas en mi miel.

Aniquilar el deseo atravesando el camino que lo exacerbaba. Suceder, transcurrir, en una ruta poco transitada por mí. Esa era la invitación que me hacía.

Ahí estaba el agujero, agujereándome. Hasta que fuimos uno.

lunes, 18 de febrero de 2013

El contrato


En el momento en que se bajó del taxi se dio cuenta de lo que pensaba el conductor de ella. Quizá fue la forma en la que aceptó la propina. Quizá fue la manera de decirle “llegamos”, como asumiendo que ella no sabía a dónde iba. Quizá las miradas furtivas que, durante el trayecto, le dirigía por el espejo retrovisor.

Se vio a través de los ojos del taxista. Una mujer vestida, ni demasiado exagerada ni demasiado poco. Una mujer que olía a limpia, no a perfume; con el cabello fragante, recién lavado. Una mujer lista para algo.

El juicio del hombre no le importó. Que pensara lo que quisiera; jamás podría acercarse siquiera a entender porqué ella estaba ahora frente a ese edificio. No podría, porque a ella misma le había costado dar el paso.

Mientras el auto se iba y ella respiraba hondo, pensó en el camino que había recorrido para llegar a ese momento de aceptación. La lucha interna, la tensión entre el deseo y el orgullo, entre el deber y el querer, entre el ser y el no ser. Allí radicaba el dilema: en la contradicción que no era.

La contradicción de la aceptación de la negación.

Se acordó de respirar, y de que hacía quizá cinco minutos que estaba parada sin haber subido a la vereda, mirando hipnotizada las puertas de vidrio de ese edificio que, de repente, se le antojaba su Ítaca, el lugar al que había querido llegarvolver desde hacía tiempo.

Tocó el timbre, y esperó. Pasaron dos momentos sin que nadie le contestara. Estuvo tentada a tocar de nuevo, pero decidió esperar. No quería que su ansiedad la traicionase. Quería presentar su mejor cara, la plácida, la entregada al presente, y el apuro era lo contrario de eso.

Cuando su fuerza estaba flaqueando, vio venir a otra mujer desde el fondo del largo pasillo de la planta baja. Sin querer se le escapó un suspiro de alivio, imperceptible.

La mujer caminaba hacia ella con pasos no lentos, pero sí deliberados. Como si estuviera calculando dónde poner cada pie. Llegó frente a ella. Sólo las separaba la puerta de cristal. Antes de abrirla unos ojos verdemiel la observaron, evaluándola. La aprobación se hizo evidente con el franqueo de la entrada.

Ella dio tres pasos adentro, y la otra mujer cerró la puerta tras ella, acompañándola para que no hiciera ruido. Ella se dio vuelta para saludarla pero antes de que pudiera hablar, la otra mujer la besó en la boca.

Fue un beso volcánico y torrencial, un beso de muchas promesas. Ella se dejó llevar a los lugares que esa boca le proponía, en un viaje galáctico sin culpas.

Cuando la otra mujer dejó de besarla, la miró a los ojos. Le dijo:

-Esto me lo ordenó Él. Pero fue una orden fácil de cumplir.

Y le sonrió con una sonrisa que borró todos los temores que ella tenía. Había llegado. Estaba en casa.

Caminaron el pasillo interminable tomadas de la mano, sin hablar más.

lunes, 11 de febrero de 2013

La gata cazada


Tengo una gata viviendo en mi casa, aunque no me había dado cuenta hasta ayer.

La gata suele venir cuando quiere. Pero a veces, si le hablo muy muy bajito, aparece a mi orden.

Como el gato de Cheshire, lo primero que veo son sus ojos. Verdes, miel, profundos, inmensos. Ojos de predador que se somete por propia voluntad, la única forma de someterse.

Después escucho sus maullidos, llamándome. Y sus ronroneos, que me erizan la piel.

La acaricio mientas se pasea entre mis piernas, la espalda arqueada, la cola erguida, impregnándome con su olor. Me dice que puede que ella sea mía, pero que yo también le pertenezco. Se para en dos patas y me lame la frente, desde el entrecejo hacia arriba, y mi pulso se acelera.

Es mágica, sin duda. Libera al león cuando me visita. Y nos mordemos y jugamos, y le mastico el cuello mientras la cojo de atrás, para que no se escape.

Me voy a casar con esta gata. Ya le compré comida balanceada y piedritas. Y juntos tendremos un cubil poblado de felinos, retozando por el piso y libres, como sólo los gatos sabemos ser.

lunes, 4 de febrero de 2013

Atrapado


Iba a ver una película con L. en el cine América, uno de los tantos que ya no existen, ahora reconvertido en estacionamiento subterráneo. No recuerdo que peli era. Sí recuerdo a L., una de muchas amigas a las que le tuve ganas y con la que nunca concreté al 100%. Hubo escarceos pero nunca guerra declarada. Pongamos que fue mi Vietnam: una larga, cruenta y, en definitiva, inútil serie de batallas de las que tuve que terminar retirándome fatigado.


No era una “salida”, aunque mi cabecita siempre elucubraba sobre posibles bifurcaciones que me llevaran a tenerla desnuda en mi cama. Pero sí éramos nosotros dos solos.

O eso pensaba yo.

Cuando llegué al cine, descubrí que a L. la acompañaba una amiga, C., y que yo estaba a punto de ser víctima de un clásico cambiazo. “The old switcheroo”, diría George Costanza.

C. me conocía (explicó L.) de un legendario cumpleaños mío de cuando yo tenía plata y la gastaba a troche y moche. Parece ser que C. tenía debilidad por los pelirrojos, y le habían gustado particularmente mis chapas del momento. Y me había marcado para la muerte. La pequeña muerte.

Hablando de pequeñeces, era pequeñita, C. De tamaño, no de años. Edad tenía la misma que nosotros. Menuda, no demasiado curvilínea. Su característica más atractiva eran unos ojazos levantinos que, enmarcados por su pelo negrísimo, hacían evidente su origen árabe.

Me tenía tantas ganas que no le molestó ser usada como escudo deflector por su amiga. Y yo masqué mi bronca y vi la película con ellas. No recuerdo si después fuimos a tomar algo o no.

Sí recuerdo que a los pocos días me encontré con C. para coger. No estaba explicitado pero era la culminación esperada por ambos del ritual de salir “a tomar algo”. Fuimos a mi casa porque ella todavía vivía con la madre, una señora siria igual a la hija pero con pelo oxigenado.

Después de comerme su concha un rato (y su concha sí que me resultaba atractiva, estéticamente, más que todo el conjunto), quise ejercer la reciprocidad. Se resistió un poco.

“Pero si te la chupo ahora no nos va a quedar nada para hacer cuando cojamos otra vez”, me dijo.

Yo, quizá, fui cruel. “Si no me la chupás, no va a haber otra vez”. La honestidad es mi punto débil.

Me la chupó.

El sexo no estuvo mal. Tampoco estuvo excelente. Fue más una cuestión biológico-mecánica que el garche que me gusta (hoy por lo menos lo tengo claro esto): algo conectivo, intenso, vinculante con el Universo y con la otra persona.

Volvimos a vernos un par de veces más, y dejé de llamarla. Simplemente no había clic entre nosotros. Y me ponía muy loco que ella no entendiera la multiplicidad de palabras en inglés que yo usaba constantemente, sumergido como estaba en un mundo de Spanglish perpetuo. Ella hablaba francés, y ya sabemos lo que opino al respecto. Digamos que soy borgiano.

Pasó un a a un sotado dormcolchma. C. estaba feliz: era la primera vez que vivacucho y Santa Fe.enerla desnuda en mi cama.año.

Viajando en bondi la vi parada en Ayacucho y Santa Fe. Justo cuando doblaba la esquina me asomé a mi ventanilla y la llamé. Intercambiamos pocas palabras, ayudados por un tránsito denso. Le dije que la iba a llamar, si tenía el mismo teléfono.

Al día siguiente marqué. Hacía demasiado tiempo que no la ponía, y la seguridad de hacerlo fue más fuerte que el recuerdo de lo insatisfactorios que habían resultado nuestros encuentros previos.

Fuimos a cenar. Me gustaría decir que fue comida árabe, pero no sé. De todos modos, volvió a ser un trámite pre coital, tan sólo.

Esta vez fuimos a su casa nueva. Se había mudado hacía cosa de un mes.

El departamento era de un ambiente, y estaba bastante abarrotado, sobre todo de los materiales pictóricos de C., que no tenía mala mano ni mal ojo. Un baño chico y una cocina aún más completaban el panorama. C. estaba feliz: era la primera vez que vivía sola. Bueno, sola no: su gata era dueña de la mitad de todo.

Nos tiramos en el colchón de una plaza que estaba en el piso y sobre el que dormía. Mientras hablábamos (cada vez menos) y nos besábamos (cada vez más), la felina rondaba y rondaba. De vez en cuando intentaba meterse en el medio, pero la sacábamos carpiendo.

Dejamos de hablar del todo y nos desnudamos. El colchón era muy chico para la actividad a realizar, y además se deslizaba sobre el parquet, non stop. Así fue que terminamos en la postura del misionero, que era la que menos agitaba el bote.

Yo ya estaba dale que te dale cuando la gata decidió usar mis huevos como punching ball. De forma artera sentí como unas garritas tocaban los receptáculos de gametogénesis que la Naturaleza ha decidido deben estar siempre expuestos, sin importar su fragilidad ni su importancia en la perpetuación de la especie. Fuck you Mother Nature!

El contacto de esa pequeña y peluda émula de Mohammed Alí me hizo saltar. Creo que es comprensible. C. se desenganchó y la llevó al baño, donde la encerró.

Retomamos lo nuestro.

Rato después, ya satisfecha (digamos) la carnalidad, me dio a entender que yo debía quedarme a dormir con ella en su minúsculo colchón. La culpa de mi comportamiento hacia ella el año anterior me hizo no poder negarme. Así, intentamos conciliar el sueño en ese reducido espacio de goma espuma.

Ella se durmió enseguida. Yo no.

Tengo problemas de sueño. Sufro de insomnio. Soy un maniático: me gusta dormir en mi cama, con mis almohadas. En mi cama, que es bien grande.

Di vueltas y vueltas. Traté de auto hipnotizarme para poder dormir, pero las contorsiones a las que me obligaba el maldito colchoncito se burlaban de mis esfuerzos.

Cuando ya eran como las dos de la mañana, y frente a la placidez del sueño de C., tomé una decisión.

Me levanté despacio, haciendo el menor ruido posible. Agarré mi ropa y demases.

Salí al palier y cerré la puerta de su casa muy, muy silenciosamente. Apoyé mis cosas en la escalera y me vestí, sin prisa pero sin pausa. Temía que C. se despertara y se asomara para ver a dónde había ido, y temía tener que explicarle.

Cuando estuve vestido y comencé a bajar la escalera, solté un suspiro de alivio. El crimen perfecto.

Llegué a la planta baja y me dirigí a la puerta de calle. Era una de esas puertas de vidrio que dejaban ver todo. Nunca me gustaron esas puertas. Me suenan a invitación voyeur para que cualquiera que pase por la calle mire el interior del edificio.

Faltando veinte metros para el disco, estaba exultante. Mi salida  era redonda. Ya sentía sonar la musiquita de “El Gran Escape” en mi cabeza, mientras me veía como un Steve McQueen del sur.

Tomé el picaporte, lo bajé, y tiré-

Nada.

Aún habiendo ya comprendido el problema, insistí. ¡Me parecía tan injusto! ¡Oh, dioses del Olimpo! ¿Porqué me defenestráis de esta forma?

Nada.

La puerta estaba cerrada con llave.

Después de unos silenciosos segundos dedicados a putear al que inventó el sistema de cerradura automática de puertas, me dispuse a esperar. Era viernes. Aunque la hora fuera un poco intempestiva, no parecía improbable que alguien saliera o entrara, y me liberara de aquella prisión de cristal.

Pasó media hora. Nadie entró. O salió. Tampoco se materializó de la nada como para liberarme. Mis fuertes deseos de teleportarme espontáneamente del lado de afuera no contribuyeron a que eso sucediera.

De a poco, intentando superar el panic attack, me hice cargo de lo que iba a tener que hacer. A la mierda el subterfugio. A la mierda la caballerosidad mal entendida de desvanecerme entre las sombras del sueño.

Ya resignado, me subí al ascensor. Hacer ruido era lo que menos me preocupaba. Lo que tenía en mente era cómo pasar el trance que se avecinaba de la forma más rápida posible.

Volví al departamento de C. Al principio, golpeé despacio la puerta, con timidez. Cuando no obtuve respuesta (¿cuán profundo podía dormir esta chica?), me puse más insistente.

Al final, y luego de que mis golpeteos ya amenazaran con despertar a todo el piso menos a la siria durmiente, C. abrió.

Decir que no entendía un carajo lo que estaba pasando sería the understatement of the ages. Parpadeó, intentando procesar qué ocurría. Rápido, antes de que ella pudiera pensar en qué mierda era este tipo que acababa de garchársela y pretendía desaparecer, me puse a hablar.

“No puedo dormir”, le dije. “Si no es en mi cama, no puedo dormir. Sorry, pero la verdad es que me tengo que ir. Mil disculpas, pero si no, no voy a dormir nada, y mañana tengo cosas que hacer. Estabas durmiendo tan tranquila que no quise despertarte. ¿Me bajarías a abrir?”.

Algo más debo haber dicho, intentando apabullarla con un tsunami de palabras que no la dejaran pensar.

“Sí, ya bajo, perá que me pongo algo”.

Se enfundó en una bata rosa y buscó las llaves. No pareció importarle que la vieran salir en bata de su departamento para abrirle la puerta de calle a un tipo.

Bajamos en el ascensor, probablemente los treinta segundos más largos de mi vida. En silencio, rezaba para que no se le ocurriera hacerme ninguna pregunta. Porque respuestas no tenía. O por lo menos, no tenía respuestas que no me hicieran quedar como un garca hijo de puta. Y a nadie le gusta verse como un garca hijo de puta.

Llegamos a planta baja sin romper el silencio. Le abrí la puerta del ascensor. La dejé abierta, como para que no tuviera que demorarse tres segundos más en volver a subir.

C. insertó la llave en la cerradura de mi libertad. La giró, pero no abrió la puerta.

“Chau”, dijo en voz baja. Y se acercó para el beso de despedida.

Hice de tripas corazón y le di un pico.

“Te llamo”, mentí. Ella supo que mentía. Yo supe que ella sabía. Pero ninguno denunció la farsa.

Y escapé a la libertad.