miércoles, 27 de noviembre de 2013

Espejoplegaria

Me despierto temprano. No es de madrugada; el sol ya ha asomado. Pero todavía no está ni cerca mi hora habitual de abandonar el sueño. Como me sucede a menudo, el cuerpo sigue cansado pero la mente ya está trabajando.

Las palabras se agolpan en mi cerebro. Cabalgan por las grietas grises, se escabullen por los recovecos. No puedo controlar lo que pienso en esos momentos. A veces querría hacerlo.

Después de dar vueltas y más vueltas, me levanto tambaleante. Los músculos todavía no han recibido al día. Me meto en el baño para lavarme la cara y así, quizá, acelerar el tránsito hacia la movilidad no espasmódica.

No enciendo la bombita. Por el tragaluz que da al amanecer entra suficiente luminosidad. Y mis ojos son sensibles. Abro la canilla y siento la temperatura del agua tocando el grifo; es una vieja costumbre para no quemarme.

No me mojo la cara con agua fría o helada. El shock es demasiado para mí. A pesar de querer despertarme, prefiero hacerlo de la forma más gradual posible. Es por eso que me molesta tanto abrir los ojos ya pensando. Un respiro me es necesario.

Con pupilas dilatadas y cara húmeda me observo. La mirada es la misma y es distinta. Es la evolución de algo que ya estaba, condimentada con mutaciones nuevas, constantes. Cara de niñoviejo.

Abro la boca y esos pensamientos que me despiertan se desparraman fuera. Un vomitoplegaria imparable.

Me digo:

“Soy ateo; tengo honestidad intelectual, o de eso me gusta jactarme; poseo ética de trabajo; cuido a mis amigos; prefiero ser traicionado a traicionar; lloro en el cine;  me apasiono con velocidad y convicción; no puedo evitar ponerme del lado del más débil.

También soy rencoroso; inclinado hacia la envidia; de carácter irascible; incontinente verbal; soberbio y orgulloso; un poco creído; bastante porfiado; demasiado vehemente.

Quiero trabajar poco. Ganar lo suficiente. Coger en abundancia y variado. Darme muchos gustos, pero no todos. Entregarme a lo que ame y a quienes me amen. Ser mimado y acariciar. Cantar un rato cada día. Reírme bastante. Llorar de vez en cuando. Alegrarme de estar vivo para no tenerle miedo a la muerte.

No me siento blanco. No me siento hombre. No me siento nada que no me quiera sentir. No quiero sentirme nada que no provenga de mí.

Pero sí me siento: talentoso, de una manera indefinible, difusa y bastante perezosa. Afortunado de habitar en este lugar y hora. Feliz de haber encontrado algún camino por fin: el de la honestidad conmigo mismo.

Es difícil de transitar, ese camino. Curvas, subidas empinadas, bajadas agudas componen sus tramos. Una mano de asfalto no le vendría mal tampoco, tiene varios baches. Los conozco a casi todos íntimamente. Me han roto varios ejes.

Mas lo elegí yo. Sus méritos son los míos; mis defectos, los suyos.

Por último: creo. Mucho tiempo me tomó aprender que no creer es lo opuesto a ser valiente. Y que para crear hay que creer. Creer es crear”.

Termino de secarme el rostro.

“Sólo sé que no sé nada”, decía alguien muy citado por los eruditos. Yo sé tan poco que todavía creo que algo sé. Voy camino a la ignorancia, para poder entender.

Salgo del baño.


Es hora de empezar mi dlorar de vez en cuando. Alegrarmo ue me despiertan se desparran fuera. Un vomitoplegaria imparable.ecos. No puedo controlar lo qía.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

La pared

Estaba caminando sobre una pared.

No por el borde superior. Mis pies se apoyaban en la pared misma, como si yo fuera una mosca escalando un ventanal.

La pared era de ladrillos. Eran de un color carmesí profundo, horneados. El horno que los había producido debió ser muy grande, o debió funcionar por mucho tiempo, o quizá era más de uno, porque la pared se extendía hasta donde llegaba mi vista. Hacia adelantearriba y hacia los costados. Detrasabajo ya había un buen trecho; tanto, que no llegaba a ver el piso.

Sentía que estaba caminando la pared hacia tiempo.

Al principio me había engañado disfrazándose de suelo. Parecía un empedrado de adoquines rojizos unidos por argamasa grisácea. Era imposible definir su edad, saber hacía cuánto que había sido construida. Podría ser que la sustancia que mantenía a los ladrillos en su lugar hubiese sido blanca en su origen; en todo caso, múltiples pisadas le habían dado su tono actual, que estaba impregnado en su naturaleza no-más-blanca.

Al principio me había engañado, la pared. Pasé de unos pastizales ya no verdes e irregulares en demasía a su superficie, agradeciendo la aparición de un camino. “Por fin”, me dije. “Por fin puedo caminar sin tanto temor a tropezar, sin miedo a una piedra oculta tras un matorral bajo que me haga caer”.

El pensamiento le dio una nueva energía a mis pasos, y con brío renovado los apuré, con la fantasía de que esa vía me condujera a mi destino. Caminé un buen rato así, con ligereza. QuizYo vbe si sr mejor el premio prometido. Y me dispongo a seguir. es tarde para retroceder. A veces, si aprieto mucho los ojos, meá silbé alguna canción que ya no recuerdo.

A medida que avanzaba, tardé en notar que los ladrillos ocupaban todo mi campo visual. Aún más tardé en darme cuenta que mis pasos iban en subida, apenas.

“Nada raro”, pensé. “Todos los caminos tienen subidas y bajadas”.

Ah, pero éste no. Las elevaciones no eran seguidas de descensos. De forma gradual, milimétrica pero ineludible, el ángulo de mis pasos se iba despegando de los 180 grados. Crecía y crecía. Cerca de los 45 empecé a tener una noción más clara de este ascenso permanente. Sumido en mis pensamientos de andarín, sin embargo, no le presté demasiada atención. Cada vez que sentía un salto en mi esfuerzo por caminar, me repetía: “Todos tienen subidas y bajadas”.

Mas en un momento la conciencia de lo que estaba haciendo cayó sobre mí: estaba caminando sobre una pared, no por el borde superior si no como una mosca.

Me di cuenta. No puedo volver atrás.

Ahora que la pared me ha mostrado su cara con toda franqueza, ya es tarde para retroceder. Temo morir extenuado en el viaje de regreso. A veces, si aprieto mucho los ojos, me parece ver su borde, y el sol que asoma por detrás. En esos momentos me detengo. Respiro. Intento ver mejor el premio prometido. Y me dispongo a seguir.

Escribo esto en un retazo de papel que dejaré caer, quién sabe si por eones, para que al pie de este muro quizá lo encuentre alguien. Así, por lo menos, sabrá a lo que se enfrenta si decide seguir avanzando en esta dirección.


Seguiré caminándola mientras tenga fuerzas. Y cuando esté agotado, con el cansancio mayor de mi vida, ya sin esperanzas, reuniré fuerzas para romper los ladrillos rojos y, comiéndome la argamasa gris, pasaré al otro lado. Así me deje los dientes en el intento.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

La chica de algodón de azúcar

Ella es pequeña y frágil, enorme y resistente, como sólo puede serlo una mujer poética, una fémina hecha de letras. Recorre grandes distancias con pasitos cortos; sus piernas quieren alargarse pero la biología no lo quiso así. Y sin embargo, camina a grandes trancos, pisando firme aunque tenga sueños de zapatos de cristal.

Tiene historia en la piel. Tiene hijos e hijas, aunque no parió nunca; quizá alguno de ellos la dio a luz en un día de sol con lluvia, esa lluvia fina que a veces hay en Buenos Aires. Huele a menta, y a tierra conurbana. La contradicción entre ciudad y campo es parte esencial de su extranjería: siempre estuvo afuera, mirando desde dentro.

Ella baila y disfruta; mientras canta, sueña con un día tener un sueño propio. A veces se pierde, pero eso le pasa cuando no confía en la brújula con la que vino al mundo: la de su corazón, que es la única a la que, en última instancia, hay que prestarle atención. En los fragmentos de sus sueños es todo, y por eso se enoja cuando la realidad se lo niega. Quizá todavía necesite aprender que tener todo es demasiado parecido a no tener nada; y que tener lo que uno realmente desea se siente como sujetar al mundo en la mano.

Romántica y pornográfica, coge con el alma y ama con su entrepierna, un amor tórrido de lecturas obscenas de domingo soleado, indulgente, con dulce de membrillo. Amor Fogwilliano, con desesperación de vida entreverada con su Tánatos.

Ella quiere pertenecer y ser libre, y la contradicción a veces le duele. Pero después recuerda que la mayor libertad es la de ponerse cadenas voluntarias, porque se disipan cuando es necesario. Su paradoja: querer ataduras que la suelten.

Sabe lo que no sabe pero no sabe lo que sí. Y esa condición Schrödingeriana la mantiene en perpetuo movimiento, fluctuando y fluyendo entre formas. La desesperación de cristalizar a veces le gana porque la carne siempre es más débil que lo inmaterial, aunque sea infinitamente más satisfactorio tocar que pensar.

Ella está llena de amor, y de miedo de no tener a quién dárselo. Llora cuando está feliz, riéndose de su dolor; y es cierto que esa es la mejor forma de atravesar ambos estados, según dice gente que presume de saber.


Es la chica de algodón de azúcar.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La piedra

Estábamos en el fin del mundo.

Un viaje largo, interno y externo, nos llevó ahí. Yo no estaba solo; éramos dos-en-uno, dos personas unidas por deseos y objetivos comunes. Lo que cualquiera llamaría “amor”.

El viaje externo había sido duro; remontándonos en el aire, temblamos ante la sensación nueva, temerosos de caer. Cuando tocamos el piso de nuevo, suspiramos aliviados.

El viaje interno había sido difícil; sumergiéndonos en nuestra carne, vibramos en la frecuencia nueva, alegres de elevarnos. Cuando emergimos, respiramos sosegados.

La dualidad de la travesía se extendía más allá de nosotros. Ocupábamos una habitación de hotel, tan pequeña que casi nos causaba claustrofobia; llena de esquinas puntiagudas que nos lastimaban cuando, semi dormidos, nos levantábamos durante la noche.

Y también estábamos en la cima de una montaña, una como las que veníamos viendo y caminando cada día. Desde lo alto podíamos ver el mundo a nuestros pies, invitándonos a caminarlo. En esa cumbre éramos enormes y minúsculos a la vez, la suma de nuestras dualidades.

La palidez de la nieve contrastaba con el calor de nuestra sangre, y de esa síntesis surgía la chispa que nos daba vida.

En la montaña, ella había tomado una piedra. Era hermosa de apariencia.

En la habitación, me la dio. Deseé que fuera hermosa de significado.

Nos miramos, perdidos y encontrados en el otra, la otro. Yoella murmuró: “Este es el comienzo de nuestra montaña, la que construiremos juntos, convertidos en algo más que partes sueltas”.

Ellayo se respondió: “Y la vamos a hacer nuestro refugio, nuestra fortaleza. Un lugar donde la resistencia no provenga del miedo, si no del amor. Un espacio nuestro, pero sin egoísmo. Un espacio nuestro en el que serla dioentre ambos: la forma de nuestra esperanza.uevo"a forma p donde la resistencia no provenga del miedo, si no del amor. Un eá bienvenida la otredad, hasta que todes seamos une”.

Nos dijimos: “Este no es el fin del mundo. Es el comienzo del nuevo”.


Y así nos fuimos a dormir, tomados de la mano, respiración sobre respiración, sujetando una forma pétrea entre ambos: la forma de nuestra esperanza.