Bajé la escalera que me conducía al
sótano, en donde estaba ella. Hacía media hora que me esperaba en cuatro,
expuesta, desnuda salvo por unas medias negras de seda y un portaligas.
De fondo, su respiración. Desde lejos se
notaba su esfuerzo por controlarla, pero los nervios la delataban. El tiempo
que había pasado ahí ya empezaba a afectarla. Bien.
A sus costados, rodeadas de elementos de
castigo, se encontraban B. y p.
A una ya me la había cogido; la otra la
seguir
ía no mucho tiempo después. Conocí el
culo de una de ellas; la otra todavía me lo debe. Ambas fueron cercanas a
nosotros, pero hoy ya no.
k. estaba atada a un potro. Tenía los
ojos vendados. Ese detalle era parte importante del mind fuck. Ella no podía
saber quién estaba presente en esa, la ceremonia que la marcaría por siempre
como una puta. No, como “una” puta no. Eso ya lo era de antes, con orgullo.
La marcaría como mi puta. Como la puta
dispuesta a someterse a mis deseos más perversos.
Como éste.
Mirando, tragos diversos en mano, había poco
más de veinte personas expectantes, prestas a disfrutar del espectáculo que iba
a desarrollarse a continuación. Una pequeña multitud voyeur que observaba un
ano.
El sótano en el que nos encontrábamos
estaba apenas iluminado, a excepción de un foco de intensidad blanca que
irradiaba sobre los generosos cuartos traseros de k.
Comencé a hablar.
“Buenas noches. Bienvenidos a esta noche
especial, en la que intentaremos ver cuánto se puede abrir un culo. Tenemos una
serie de elementos de diámetro creciente”. Señalé una mesita que había a un
costado, en donde diversos objetos esperaban turno para conocer el interior de mi
sumisa.
Continué: “El más pequeño tiene unos
cinco centímetros de diámetro. El más grande…”
Dejé que mis palabras se perdieran en el
aire mientras levantaba la mano derecha y la cerraba, mostrando mi puño a la
audiencia. Sonreí de forma algo nicholsoniana.
Algunos rieron, otros se encresparon un
poco ante la magnitud que, les parecía, tenía lo que iba a suceder. Nadie se
paró y se fue. La audiencia de perversos venía calentando motores desde hacia
rato.
Hice que p. le sostuviera las nalgas
abiertas. Me di vuelta hacia B. y le ordené que comenzara a chuparle el culo.
Era una linda inversión de lo habitual: B. no dejará que ninguna boca se
acerque a su concha, pero le encanta sentir lenguas en su ano. k. se lo había
comido en más de una ocasión, y me pareció apropiado que B. le devolviera el
favor ayudándola a comenzar a aflojar el esfínter externo.
Me hice a un costado para que la
audiencia pudiera disfrutar la vista, mientras hablaba acerca de la fisiología ano
rectal. La información que salía de mi boca era correcta, pero irrelevante. Una
pequeña presentación destinada más que nada a extender el tiempo antes de que
k. comenzara a recibir elementos penetrativos. Cada segundo que pasaba, sabía
yo, ella sufría (y por ende, disfrutaba) más.
Las tres tenían prohibido hablar. k. sólo
tenía una palabra que podía decir, pero yo estaba seguro que no la diría. Querría
demorar su uso lo más posible. Aunque ella creyera que no estaba lista para lo
que iba a suceder, se entregaba a mi confianza de que sí lo estaba.
Me calcé guantes negros de látex, cortesía de una amiga
médica. B. y p. también los tenían, y muy pocas cosas más encima además de
piercings y tatuajes. Y un par de anteojos, claro.
Pronto la lengua de B. dio paso a dedos,
que comenzaron a trabajar el primer esfínter. Ése es el fácil, el que se
controla. El rebelde está unos centímetros más adentro, y su contracción es
involuntaria. Sólo se puede manejar de forma indirecta, respirando,
relajándose, dándose a la experiencia. Sometiéndose.
La situación no se trataba de hacer algo
que no hubiéramos hecho antes. En privado ya nos habíamos entregado al placer
de mi puño en su culo. Lo importante era la ceremonia, la simbología de su rendición.
Hacía poco tiempo que había tomado a k., quien a pasos agigantados iba dejando
atrás preconceptos y miedos en sus ansias de liberarse.
Con un toque de mi fusta hice que B. se
apartara. Tomé el primer elemento, un plug de tamaño estándar, y lo sostuve en
alto para que la audiencia lo viera. Era de vidrio, transparente, de unos cinco
centímetros de diámetro.
El talento natural de k. comenzó a
aflorar.
Es que ella es una profesional del culo.
El control y la elasticidad que posee la convierten en una Maradona anal,
haciendo jueguitos con una sencillez que a otra gente le resulta sobrenatural e
imposible.
Así fui introduciendo elementos más y más
amplios, abriendo de a poco ese espacio inicialmente estrecho. La rutina con
cada uno era la misma: se lo mostraba a nuestro público, sin decir nada. k.
recibía algo en su culo, más grande que lo anterior, pero sin saber qué.
Y al final, cuando nadie podía
sorprenderse más de cómo devoraba cosas ese agujero, el primer puño entró en k.
Dejé que ese honor lo tuviera B., que de todos modos ya también lo había hecho
en privado. Mientras p. la abría como un libro, la chica que no besaba comenzó
a fistear a k.
En el sótano sólo se escuchaban dos
respiraciones: los jadeos de esfuerzo de B., y los gemidos de placer de k.,
hasta que estos últimos dieron paso a sus gritos
orgásmicos.
Uno.
Le di unos minutos de respiro, y luego
hice que B. fuera reemplazada por p. Al principio ésta quiso ir despacio, pero
k. estaba demasiado excitada y abierta como para sutilezas; antes de que
pudiéramos darnos cuenta, una buena parte del antebrazo ya había entrado. Con
movimientos de serrucho, p. se dispuso a hacerla acabar de nuevo.
Dos.
Hice que ambas ayudantes se pararan de
nuevo a los costados. Me acerqué al oído de k. y le hablé.
“Sabés que viene ahora, ¿no?”. Movió la
cabeza asintiendo. Estaba un poco transpirada, pero eso es de esperar cuando
acabás de tener dos orgasmos demoledores.
“Pedímelo”.
“Su puño en mi culo, Amo”, dijo en voz
baja.
“No te escucho”.
“Quiero su puño, por favor”, se esforzó
por decir.
“Más fuerte, para que todos puedan
oírte”, la azucé.
“Por favor, quiero su puño en mi culo,
Amo”, gritó.
Me giré y le pregunté a la audiencia:
“¿Les parece que se lo ganó?”.
Sin abrir la boca, todos asintieron con
la cabeza.
Y allí fue mi puño.
Estar dentro de ella de esa forma es
sublime. Siento cómo manejo su placer a mi antojo, como puedo hacerla acabar en
un minuto.
En efecto, a los pocos segundos k. ya me
estaba pidiendo permiso para acabar.
Decidí hacerla sufrir. La hice aguantarse
algunos minutos. No muchos: mi brazo se cansa con los movimientos vigorosos que
hago. Pero lo suficiente como para que creyera que quizá no la dejaría tener un
orgasmo más.
Cuando liberó su clímax, los gritos
resonaron en todo el sótano de forma muy satisfactoria.
Tres.
Ya afuera de ella, agradecí a nuestros
invitados e invitadas su asistencia, y los hice subir mientras k. se recuperaba
y las otras dos limpiaban y guardaban los implementos.
Una vez que todo estuvo guardado, me
quedé sólo con k.
La desaté, la ayudé a incorporarse. La
besé en la boca. “Estoy orgulloso”, le murmuré al oído. Ella sonrió y le saqué
la venda. La dejé para que se vistiera y le dije que se reuniera conmigo cuando
estuviera lista.
k. subió y fue recibida por un mar de
rostros sonrientes. No toda esa gente había estado abajo; no toda esa gente
sabía lo que había sucedido. Pero para ella, todas y cada una de las personas
la habían estado observando; habían sido partícipes, de una forma u otra, de su
placer.
Se sonrojó ligeramente, y saludó a cada
uno con deferencia. Alguien le puso una copa de vino tinto en la mano, y ella
se apuró a brindar.
Esa noche volvimos a casa caminando de la
mano y sonrientes.