El timbre metálico me
eriza la piel. Me lleva a lugares prístinos. El ritmo del contrabajo me hace
sudar las manos. El saxo sucede, me arrastra.
La mente se transporta a otro lugar.
Huelo el humo espeso, mezcla de cigarrillo y marihuana. Huelo el sudor de ese
negro que toca. Huelo las notas, huelo el amor por el instrumento. La
declaración de un poema errático, asincopado, multiétnico.
Pocas cosas hay más distantes a la
soledad de quien escribe que una banda de música. Un solista es una cosa,
claro. Pero una banda… una banda es más que mucha gente tocando separadamente.
En los mejores momentos, aparece un cuerpo invisible, una bifurcación que une.
En esos momentos, la música es una buena sesión de sexo grupal, con bocas que
soplan, dedos que tocan, orificios que se llenan, pieles que se golpean.
¿Un escritor? La expresión máxima de la
masturbación. No dudo: una buena paja es algo imponente, digno de ser
experimentado. Algo lindo de hacer de vez en cuando. Pero la soledad de la paja
es agobiante. Nada que ver con la compañía que tiene un trompetista que sabe,
que siente, que puede recostarse sobre los platillos, dejar entrar al piano y
bailar con las cuerdas.
Quizá los músicos piensen de forma
especular con respecto a la artesanía de tipear y poner una palabra atrás de
otra. Puede ser que les pase, como a tantos, como a mí, que sueñen con tener lo
que no tienen. Pero hay una desventaja que no le acaece: la música, aún la
música mala, ataca su objetivo en un lugar que no tiene nada que ver con lo
intelectual. El pie se menea al son del compás sin que el lóbulo frontal diga
nada.
El escritor, por otro lado, tiene que
romper no uno si no dos cerebros. Primero, el suyo. Romper la cuadratura de la
propia cabeza, de las cadenas encarnadas, de la miseria de intuir que la
palabra exacta siempre es otra. Y después el cerebro que tiempo después leerá
esa serie de caracteres hechos palabras hechas frases hechas textos. Si abrir
una mente es difícil, abrir dos lo es exponencialmente más.
Escribo desde hace treinta años, y recién
empiezo a entender las sutilezas de este arte. Recién, quizá, comienzo a romper
mi propia cabeza. Queda por ver si puedo desmantelar alguna otra.
Mientras tanto, escucho al dios de la trompeta
explicarme de qué va la cosa.