La línea se balanceaba precaria sobre un
costado del lavatorio, como una cordillerita blanca con ganas de derrumbarse.
Me apuré a esnifarla.
Levanté la cabeza para aspirar bien
hondo. Me froté la nariz, los dedos. Los bordes del pequeño lavabo estaban
completamente ocupados con cosas y cositas femeninas, asumí que de la dueña de
casa. La as encerrado ya era
suficiente.rido que ssto no auguraba nada bueno, necesariamente. La mala
noticia de la semana tambiurúnica superficie razonable desocupada en ese
baño estrecho era donde yo había peinado, haciendo malabares para no
desperdiciar nada.
Me miré al espejo, y vi a la chica que
atrás mío, en el otro extremo del pasillo-baño, estaba sentada meando. Tenía
anteojos hipster y una remera amarillo patito que en letras negras decía
“Autopartes Mexicanas”. Era rubia, regordeta, y con un par de tetas que le
hacían honor a la tierra del mescal, grandes y que desafiaban la gravedad.
Le sonreí con toda la boca cuando sus
ojos se cruzaron con los míos en la superficie reflectante. Ella me devolvió
una similar mueca maníaca mientras seguía descargando lo que parecía una eterna
cantidad de agua.
Aproveché los instantes después del mini
vínculo para tratar de recordar más claramente cómo había llegado ahí.
La semana había empezado para la mierda.
Lo siento, no hay un eufemismo capaz de
mostrar con más exactitud lo mal que nos había golpeado. Después de varios días
a la deriva, funcionando en automático, yendo a trabajar y estudiar sólo por
inercia, el viernes a la tarde me sorprendió con un llamado de P., el Mexicano.
Esto no auguraba nada bueno, per se. La mala noticia de la semana también me la
había dado él, y a través del mismo teléfono.
Tampoco era tanta sorpresa: vivíamos
juntos en un derpa en el campus de su universidad, en el Upper East Side. Yo
estaba ahí medio de querusa: el roomate anterior de P. se había ido antes de lo
que le correspondía pero nadie había notificado a la autoridad apropiada de la institución,
por lo que no le habían asignado un nuevo co-habitante. Con un pie allá y otro
acá y sin ganas de seguir viviendo donde vivía, me mudé con él hasta definir
mejor mi situación neoyorquina.
O sea que mi amigo estaba llamando a su
casa, donde estaba yo. Con lo que queda claro que no era inusual el telefonema.
Pero esta vez, la llamada:
“¿Cómo va, güey? ¿Tienes algún plan para
la noche?”.
No tenía. De hecho, ni se me hubiera
ocurrido que sí, tenía ganas de salir. Tres días encerrado ya era suficiente.
“No tengo nada, güey. Pensaba por ahí quedarme
viendo una peli…”. Ni a mis oídos sonaba convencido.
Se me rió: “¡No mames, cabrón!”.
Antes de que pudiera contestarle, siguió:
“Cumple años el hermano de A., y hace una reunión en su casa. Va a ser
tranquila, pero mejor que quedarnos mirándonos las caras en el 4K, ¿no?”.
“A.” era una mexicana amiga de él, fresa,
que estudiaba en Parsons. Buena onda, muy party girl de NYC. No parecía mal
plan, aunque realmente los ánimos no estaban como para andar de joda.
Traté de trasmitirle ese sentimiento: “¿Pero
va a ser tranqui? Mirá que honestamente no quiero bardearla”.
Volvió a reírse. “Pero que chabón eres,
güey. La casa del hermano es pequeña, seremos pocos. Hay un compromiso informal
de llevar sólo chelas, nada demasiado fuerte para tomar. No seas puto hombre”.
Su argumentación aristotélica me
convenció. O será que para el quilombo tengo el sí fácil. Quedamos en que lo
esperaría en casa, a dónde también vendría el B., otro mexicano que estaba
haciendo un doctorado en la Big Apple, aunque ya no recuerdo de qué. Creo que
en Matemáticas. O algo así. El B. era un tipazo buena onda, grandote y con
mandíbula cuadrada, lo un rato: estaba
en el negocio del cineEl B. estaba mles. larga y blanca. Cuando llegamos ya habun
poco tímido hasta que tenía algo de etanol adentro, momento en el cual se
transformaba en una aspiradora de cuanta bebida alcohólica hubiera cerca, hasta
caer desmayado sonriendo de oreja a oreja.
Cerca de las 20 estábamos los tres ya en
camino hacia Brooklyn, donde vivía el hermano de A. en un coqueto one-bedroom
con una cocina larga y blanca. Cuando llegamos ya había cierta concurrencia, un
mix típico de esa ciudad: muchos latinos, algunos gringos.
Empezamos a entrarle a la Negra Modelo
mientras examinábamos el ambiente en busca de potenciales parejas que nos
ayudaran a dejar atrás el mal trago de la semana. Yo no encontraba nadie que me
atrajera. El B. se dedicaba a libar más que a otra cosa. Sólo P. parecía estar
parlándose a una mina, una anglo rubia de pelo corto y bajita, con quien yo había
hablado sólo un rato: estaba en el negocio del cine. Era simpática, aunque no
linda. Por supuesto, eso para mí no hubiera sido un límite necesariamente. Pero
esta chica tenía una particularidad: del cuello, por debajo de donde estaría la
manzana de Adán, le salía un larguísimo pelo negro.
No, en serio: el pelo era laaargo. Y
oscuro. Parecía una cerda de cepillo más que una pilosidad humana. El tiempo
que hablé con ella no pude dejar de mirárselo subrepticiamente cada tres o
cuatro segundos. Mientras discurría sobre cine, actuación y la mar en coche, yo
sólo quería preguntarle porqué, a los gritos y en la cara. No era posible que
esta gringa no supiera lo que tenía en el cuello. Imaginé que intentaba hacer
alguna especie de declaración política con respecto a las mujeres, su vello y los
estándares de belleza de la modernidad, pero realmente no entendía cuál era.
Calculo que algo del estilo: “Ámame a pesar de que me sale un tentáculo del
cuello”. Who the fuck knows. Who the fuck cares. No me quedé hablando para
averiguarlo. Ese pelo realmente me frikeó.
Por eso fue que un rato después cuandoí﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽bsena y ruidosa, lavatorio y
mientras ella se lo mete, meo ruidosamentea puerta. la cara interna del brazo
izquierdo. vi que Cthulhu le
había echado el ojo a P., me dispuse a rescatarlo. Pasé por al lado y le pedí
disculpas a la interlocutora por llevármelo porque tenía que preguntarle algo.
Ella se quedó como paralizada, pero su educado instinto WASP le impidió
protestar.
Con P. nos fuimos en busca del B. y de
algo más que beber, no imperiosamente en ese orden. El B. ya comenzaba a
ponerse colorado a fuerza de cerveza, pero nosotros, víctimas del vello loco en
pleno síndrome de estrés postraumático, decidimos que eso no era suficiente.
Teníamos que escalar el grado de ingesta alcohólica.
Utilizando sus contactos aztecas, P.
consiguió una botella de Absolut, que presumo sería del dueño de casa o de
algún desubicado quien, por fortuna, había ignorado la regla tácita. La abrimos
y algo comenzó a suceder.
Quienes han sabido tener su dosis de
fiestas y que posean un mínimo sentido de la observación conocen que cada
reunión de este tipo tiene lo que podríamos llamar momentos, y que se puede
aprender a distinguir cuando sucede algo que anuncia el pasaje de un beat al
otro.
La aparición de alguna otra botella más
de vodka, y varias de tequila, un corto tiempo después de que nosotros empezáramos
a tomar agua mineral rusa marcó uno de esos cambios de momento en la fiesta.
De repente, había mucha más gente. El
departamento se llenó de voces, humo de tabaco y ruidos de vasos y copas
entrechocándose. A., la chilanga fresa, sirvió de pararrayos de la electricidad
del ambiente cuando declaró en voz alta que la fiesta se movía de casa. Nos
íbamos a la vuelta de la esquina, al departamento de una amiga suya argentina.
Y tendríamos una fies-ta.
La gente empezó a desplazarse hacia la
puerta, pero A. se paró adelante cortando el paso. “Mientras ustedes mudan
todo”, dijo, calculo que refiriéndose a las bebidas y no al mobiliario, “yo me
voy al Coqui’s a comprar. Los que quieran, colaboren con $20”. Me apresuré a
sacar un billete y sumarlo a la pila de Jacksons que ya estaba juntando a
cuatro manos porque sí, después de la semana que habíamos tenido era evidente para
todos que necesitábamos la medicina del Dr. Freud.
Creo que nadie paró de beber durante el
desplazamiento: salimos directamente con los vasos en la mano. Y un rato
después unas cuarenta personas ya estábamos instaladas en lo de M.,
la-argentina-que-vivía-a-la-vuelta.
La casa era linda, con un comedor grande,
una habitación y un patio muy agradable a pesar de la fresca del cercano otoño
neoyorquino. Lo único particular era ese baño, que no debía tener más de tres
metros de ancho.
Alguien puso música afuera, y allí nos
encontró bailando la vuelta de A., que como una Mamá Noel de las drogas entró
tirando bolsitas a troche y moche. Capturé una y, en menos de lo que canta un
gallo duro, me colé un par de llavetazos.
A partir de ahí, las siguientes tres o
cuatro horas de fiesta son sólo un montaje en mi cabeza:
Estoy bailando en el patio, a puro salto,
riéndome como si me hubieran contado el mejor chiste del mundo. Corte.
Alguien me pasa una botella de tequila,
con quizá un poco menos de la mitad. Le hago fondo blanco. Corte.
Con un grupo de chicas que incluye a
“Autopartes Mexicanas” cantamos abrazados, girando. Me suelto, un poco por la fuerza
centrífuga y un poco por problemas con mantenerme en pie. Corte.
Quiero sentarme al lado de la tetona,
pero calculo mal donde está la reposera que era mi objetivo y caigo redondo al
piso, arrastrando algo que me tajea la cara interna del brazo izquierdo. Corte.
Hablando con la misma chica, veo que me
queda muy poco del polvo de la alegría. Con evidentes propósitos pérfidos, la
invito a compartir las últimas líneas conmigo. Nos dirigimos al baño. Ella
entra primero. Yo le pongo la traba a la puerta.
Así llegamos al momento en el que se
inició el relato.
“Autopartes Mexicanas” terminó de mear,
se secó, se paró, se vistió y tiró la cadena. Mientras ella hacía todo eso, yo
dispuse los últimos restos de perico en ese borde para que ella pudiera
liquidarlos. Le hice un gesto con la mano y la invité a acercarse.
Los dos no podíamos estar frente al
espejo lado a lado por el poco espacio que había, así que enrocamos, siempre
mirándonos de frente. Sentí la leve presión de sus tetas contra mi pecho, y me
maravillé de su tamaño viéndolas tan de cerca.
Mientras ella se inclinaba para esnifar,
la coca me golpeó como un mazazo. Me paré detrás suyo, asomándome por el
costado. Me gusta ver mujeres tomando merca: me excita. Tiene que ver con lo
violento de esa tiza blanca entrando en la nariz, penetrando un orificio. Me
resulta muy porno. Me hubiera puesto la pija dura de no haber estado duro todo
el resto de mi cuerpo.
Desviando mi atención un segundo de cómo
la rubia aspiraba, volví a mirarme en el espejo. Mi reflejo me devolvió una
sorpresa: por encima de mi labio superior tenía un enorme mostacho estilo Pancho
Villa, negro, poblado.
De repente, me antojé revolucionario
mexicano de principios del siglo veinte. Y la idea más revolucionaria que se me
ocurrió fue bajarle los pantalones y la bombacha a “Autopartes” mientras ella
terminaba de aspirar, al tiempo que le manoteaba las tetas.
También así, de la nada, surgió de mí una
voz cavernosa, de tabaco oscuro. Mientras me frotaba contra ella, con el
pantalón todavía puesto y el pene más fláccido de la historia, la voz no paraba
de repetir: “¡Qué tetas! ¡Qu
tetas!".﷽ude repetir: "oscuro, ntra ella deco que le manoteaba las
tetas.desdensor, é tetas!".
Ella se preocupó primero de liquidar lo
suyo, mientras me devolvía la frotada.
Sin darse vuelta del todo, empezó a
besarme. Cuando parábamos a respirar, yo no dejaba de repetir esas palabras y
apretar las dos masas de carne, como si fueran lo único que mi cerebro pudiera
recordar en ese momento. De vez en cuando me miraba al espejo para comprobar
que mis nuevos bigotes siguieran en el mismo lugar.
No podría decir cuánto estuvimos así, en
un escarceo vertical sobrecargado de excitación vacía que no podía ir mucho más
lejos porque de haber estado más pétreos las autoridades habrndome con cara de culopuerta. La sus amigas,
mir destrabja tremenda que portaba.encia. DE afuera llegaban voces femeninasían
tenido que llamar a un forense.
En algún momento fuimos conscientes que
estaban golpeando la puerta del baño con insistencia. De afuera llegaban voces
femeninas: las amigas de la tetona la estaban llamando. Sus voces denotaban
algo de preocupación; quizá temían lo que estuviera sucediendo dentro de ese
baño.
Los golpes me sacaron el bigote y pude
rescatarme un poco. Le subí bombacha y pantalones a la rubia, que no parecía
haberse dado cuenta de que la estaban buscando.
Me mojndome con cara de culopuerta. La sus amigas, mir destrabja
tremenda que portaba.encia. DE afuera llegaban voces femeninasé la cara,
como si eso pudiera ayudarme a disimular el quiebre tremendo que portaba. Suavemente,
dirigí a mi compañera de escarceos hacia la puerta. La destrabé. Al instante
irrumpieron dos de sus amigas, mirándome con cara de culo. Sonreí, dije algunas
palabras de ocasión, y me escabullí.
No quería más de esa noche; con Pancho
Villa se habían disipado mis últimas energías. Antes de pensar si buscaba a P.
o me volvía por las mías, apareció mi amigo, poniéndose la campera y con cara
de apurado.
Nos hablamos al mismo tiempo, rápido.
“¿Nos vamos? Acabo de tener un encuentro
en el baño que no me ha hecho popular con algunas mexicanas”, le dije.
“¿Nos vamos? Me quedé dormido en la cama,
encima de toda la ropa, y me desperté con la gringa del pelo mamándome la
verga, güey. La saqué pero me anda persiguiendo”, dijo él.
Tocaban retirada, estaba claro. Nos
dirigimos hacia la puerta, cuando me acordé de algo: “¿Y el B.? ¿Dónde anda?”.
“Tiene un pedo que no ve. Estaba durmiendo al lado mío”, me contestó. Y agregó:
“Dejémoslo, que así no se va a mover a ningún lado”.
Como de todas formas el B. no viajaba en
la misma dirección que nosotros porque vivía en el fondo de Brooklyn, al final
de la línea D, decidimos dejarlo que durmiera la mona. A la tarde día siguiente
nos enteraríamos que nuestro amigo había intentado volver a su casa, se había
quedado dormido en el vagón y se había despertado en el otro extremo de la
línea, en el culo del Bronx, sin la billetera.
Seguíamos parados ahí hablando cuando vi
por el rabillo del ojo que la gringa succionadora amagaba acercarse, así que
tomé a P. del brazo y salimos apurados mientras lo conminaba a no mirar atrás.
Una vez en la calle, el fresco de la
mañana nos ayudó a despejarnos un poco mientras caminábamos hacia la estación
de subte, comentando las aventuras de esa noche. Así, con un mosquetero menos,
semiduros y medio borrachos, emprendimos la vuelta a casa. Había sido una buena
y extraña noche.
Amanecía en Nueva York; era el sábado 15
de septiembre del 2001.