miércoles, 28 de agosto de 2013

El Nuevo Mundo

El Nuevo Mundo llama.

Cuando sueño, lo sueño así:

La costa, a lo lejos, apenas se divisa. La bruma matutina la oscurece aún más. Ni los ojos más penetrantes pueden ver con claridad los contornos; la vista sólo se aclara del todo cuando se está allí, al dar el primer paso en esa tierra esponjosa. El pie se hunde un poco, apenas nomás: es el peso natural del cuerpo. Tras el primer, segundo, tercer paso, ya no dejamos huella, contagiados de liviandad.

Veo al Nuevo Mundo, y también lo huelo. Profundo, hasta llenarme, inhalo. Me inunda. Es dulce y salado a la vez, el olor de lágrimas y sonrisas, de lágrimas con sonrisas. Y más, más aromas en el aire, fragancias desconocidas pero que incitan a ser exploradas sin pausa y sin prisa, catándolas.

El aire transporta sonidos: un rumor líquido, cruza indistinguible de río con mar, ronroneando al acecho. Las plantas creciendo, una resonancia sorda y profunda que golpea el plexo solar. Murmullos de piedras transformándose en desierto segundo a segundo.

Un desierto que está poblado de texturas. El sílice convertido en océano por sobre el que caminar, sintiendo cada pisada. Un pequeño desliz, pero enseguida nos afirmamos. La arena acompaña a quien la seduce. Las crestas invitan a ser trepadas y luego bajar rodando. Pero atrás no queda marca: la vastedad granular no se deja domar.

Me interno en un bosque tan verde que parece rojo. Las columnas-árboles me hacen sentir mi tamaño. El agua que crece aquí es fresca y casi dulce, con el más ligero regusto oscuro al final. Sacia la sed. Y causa más. Tras su rastro se han perdido muchos, viejos y jóvenes, mujeres, hombres. Seres. Hay que saber dejar de beber ese líquido magnético si queremos seguir adelante.

Paso a paso recorro el Nuevo Mundo. Tardo años, décadas, siglos, pero visito cada rincón, cada isla, continente, cordillera, río. Camino todo su contorno. Bajo a cada cueva, y por último subo a la montaña más alta. Escalo con trabajo pero sin dolor hasta llegar a su cima, desde donde veo todo el mar que me rodea. Un universo azul y blanco abierto ante mí, parado en la punta de una lanza que rasga los cielos.

Allí, en el pináculo del mundo nuevo, cuando he visto todo lo que había por ver, puedo distinguir una masa oculta, lejana. Otro mundo nuevo. Otra tierra por conocer.


Vuelvo a respirar hondo allí donde casi no hay oxígeno, y comienzo una vez más mi camino hacia la costa.

miércoles, 21 de agosto de 2013

La mujer que esperaba

La mujer esperaba.

No era que tuviera el don de la paciencia. O, más bien: no era que su don para la paciencia, que tene.﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ocos segundos despuando sol en una plaza. No faltaba quien creyera que era una adolescente instantes antes de supreimría en cantidades apreciables, estuviera relacionado con el hecho de que ella esperara.

Su esperar era algo absolutamente desconectado del estoicismo. Era un hecho en sí mismo, auto contenido: la espera como disciplina olímpica. La espera como acto activo, decisorio, volitivo.

La mujer esperaba. Sentada o de pie. Con lluvia o con sol. De día y de noche.

¿Y qué esperaba? ¿Qué explicaba su inexpugnable decisión de pasar el tiempo presente con los ojos fijos en el futuro?

Ah, eso se preguntaba la gente que pasaba por donde ella estuviera. Fuera la plaza, la esquina, el mercado, una cola en el banco o frente a un ascensor, cada persona que la veía tenía una lectura propia de qué estaba esperando la mujer. Porque lo que nadie dudaba era que esa niña, joven, adulta, anciana, algo esperaba ahí. Quedaba claro para cualquiera que la viera.

Había quien pensaba que era una nena expectante, aguardando la vuelta de un padre que había ido a comprarle una manzana acaramelada, llena de pochoclo, que la pequeña devoraría con una sonrisa en la que faltaban dientes. Había otros que creían que estaba simplemente tomando sol en un banco, aprovechando los primeros calores de la primavera. No faltaba quien creyera que era una adolescente instantes antes de su primer beso, o pocos segundos después, con el corazón agitado y las mejillas sonrojadas. O una señora buscando a un nieto del colegio, lista para llevarlo a su casa y darle un almuerzo con sopa caliente.

Las reacciones también eran diversas: algunas se apiadaban de ella. Algunos reían, haciéndole comentarios a amigos en voz baja. Pocos, casi nadie, llegaban a ver la mezcla de tristeza y esperanza que nunca se iba del todo de los ojos de la mujer.

Esta mujer esperaba, y así la niña se convirtió en joven, la joven se convirtió en madre, la madre se convirtió en señora, la señora se convirtió en abuela, la abuela se convirtió en vieja.

Ella esperaba. Quizá ni siquiera supiera bien qué o a quién. Inmóvil, todo a su alrededor trascurría como en una filmación de lapso de tiempo. Un ojo observador podría haber notado los ligeros cambios en su cuerpo; como había ido creciendo en altura, llenándose de curvas, su piel lozana finalmente arrugándose, su cabello negro cada vez más matizado de blancos pero sin nunca perder del todo su cualidad azabache.e.﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ocos segundos despuando sol en una plaza. No faltaba quien creyera que era una adolescente instantes antes de supreimr


Un mujer que esperaba. Y en su último día, así la encontró la muerte. Era una muerte amable, sin pretensiones, “muerte” con minúscula. Le sonrió, tomó delicadamente la mano de la niñajoven mujervieja, y la liberó de su eterna pausa.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Notas para antes de dormir II

Soy un tipo complicado para dormir. Sufro de diversas maladies que me dificultan el descanso. Tengo apnea, que me impide dormir boca arriba. Si paso la noche boca abajo, al día siguiente tengo tortícolis. Entonces, sólo duermo de costado, alternando de lado a lo largo de la noche. Además, me acostumbré a usar una almohada entre las piernas para no apoyar una rodilla sobre otra. Por esta razón en nuestra cama hay tres almohadas.

Quedó claro, ¿no?: soy un tipo complicado para dormir.

Si a eso le sumamos una tendencia al insomnio, se entenderá porqué A. suele dormirse antes que yo, con esa facilidad extraordinaria que tiene. Mucho antes, la mayoría de las veces. No es raro que ella se vaya a la cama y se duerma sola, a pesar de todo lo que nos gusta entregarnos al sueño juntos.

Por otro lado, a mí me encanta acostarme y que ella esté ahí, dormida. La cama ya está caliente y eso se agradece mucho en invierno. Me gusta mirarle la cara en la semioscuridad. Escucharla respirar. Imaginar qué sueña, si lo hace conmigo.

Cuando me acuesto intento hacer el menor ruido posible, y alterarla lo mínimo indispensable, porque yo detesto que me hagan eso. La ruptura de un trabajosamente ganado sueño me saca de las casillas.

Pero a veces A. se duerme abrazando la tercer almohada. Bueno, no abrazándola del todo, pero con el brazo izquierdo sobre ésta, en una posición que me hace imposible no despertarla cuando la recupero. Me he vuelto loco tratando de extraerla de debajo suyo milímetro a trabajoso milímetro. Mas no importa el cuidado que ponga, siempre la despierto.

Una noche, después de una sesión de series seguida de abundante ingesta de un tintillo gentil, A. se quiso ir a dormir a una hora no tan tardía. Como yo me iba a quedar viendo televisión (la época en la que trasnochaba leyendo se ha perdido en el pasado), la acompañé y la ayudé a arroparse.

Mientras se acomodaba bajo frazadas y colcha, tomó la almohada rodillera y la colocó como ya he descrito. Sin pensarlo, le dije que no hiciera eso porque cuando volviera a acostarme iba a despertarla.

Me sonrió tímida, como no animándose a decir algo. Detecté un brillito pícaro en sus ojos. Ladeé mi cabeza, preguntándole en silencio. El rubor en su cara seguramente no era debido sólo al fruto de Baco.

Me dijo, en voz muy baja:

“Agarro la almohada para que me despiertes cuando te acostás, así sé que viniste a la cama”. Y se tapó el rostro con la colcha.

No pude más que mostrarle una sonrisa tan grande que no me entraba en la boca. Así, le di un beso de buenos sueños y salí del cuarto.


Desde esa noche, cuando me acuesto y ella ya está dormida, le saco la almohada con cuidado, pero sin culpa.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Tres días después

La línea se balanceaba precaria sobre un costado del lavatorio, como una cordillerita blanca con ganas de derrumbarse. Me apuré a esnifarla.

Levanté la cabeza para aspirar bien hondo. Me froté la nariz, los dedos. Los bordes del pequeño lavabo estaban completamente ocupados con cosas y cositas femeninas, asumí que de la dueña de casa. La as encerrado ya era suficiente.rido que ssto no auguraba nada bueno, necesariamente. La mala noticia de la semana tambiurúnica superficie razonable desocupada en ese baño estrecho era donde yo había peinado, haciendo malabares para no desperdiciar nada.

Me miré al espejo, y vi a la chica que atrás mío, en el otro extremo del pasillo-baño, estaba sentada meando. Tenía anteojos hipster y una remera amarillo patito que en letras negras decía “Autopartes Mexicanas”. Era rubia, regordeta, y con un par de tetas que le hacían honor a la tierra del mescal, grandes y que desafiaban la gravedad.

Le sonreí con toda la boca cuando sus ojos se cruzaron con los míos en la superficie reflectante. Ella me devolvió una similar mueca maníaca mientras seguía descargando lo que parecía una eterna cantidad de agua.

Aproveché los instantes después del mini vínculo para tratar de recordar más claramente cómo había llegado ahí.

La semana había empezado para la mierda.

Lo siento, no hay un eufemismo capaz de mostrar con más exactitud lo mal que nos había golpeado. Después de varios días a la deriva, funcionando en automático, yendo a trabajar y estudiar sólo por inercia, el viernes a la tarde me sorprendió con un llamado de P., el Mexicano. Esto no auguraba nada bueno, per se. La mala noticia de la semana también me la había dado él, y a través del mismo teléfono.

Tampoco era tanta sorpresa: vivíamos juntos en un derpa en el campus de su universidad, en el Upper East Side. Yo estaba ahí medio de querusa: el roomate anterior de P. se había ido antes de lo que le correspondía pero nadie había notificado a la autoridad apropiada de la institución, por lo que no le habían asignado un nuevo co-habitante. Con un pie allá y otro acá y sin ganas de seguir viviendo donde vivía, me mudé con él hasta definir mejor mi situación neoyorquina.

O sea que mi amigo estaba llamando a su casa, donde estaba yo. Con lo que queda claro que no era inusual el telefonema.

Pero esta vez, la llamada:

“¿Cómo va, güey? ¿Tienes algún plan para la noche?”.

No tenía. De hecho, ni se me hubiera ocurrido que sí, tenía ganas de salir. Tres días encerrado ya era suficiente.

“No tengo nada, güey. Pensaba por ahí quedarme viendo una peli…”. Ni a mis oídos sonaba convencido.

Se me rió: “¡No mames, cabrón!”.

Antes de que pudiera contestarle, siguió: “Cumple años el hermano de A., y hace una reunión en su casa. Va a ser tranquila, pero mejor que quedarnos mirándonos las caras en el 4K, ¿no?”.

“A.” era una mexicana amiga de él, fresa, que estudiaba en Parsons. Buena onda, muy party girl de NYC. No parecía mal plan, aunque realmente los ánimos no estaban como para andar de joda.

Traté de trasmitirle ese sentimiento: “¿Pero va a ser tranqui? Mirá que honestamente no quiero bardearla”.

Volvió a reírse. “Pero que chabón eres, güey. La casa del hermano es pequeña, seremos pocos. Hay un compromiso informal de llevar sólo chelas, nada demasiado fuerte para tomar. No seas puto hombre”.

Su argumentación aristotélica me convenció. O será que para el quilombo tengo el sí fácil. Quedamos en que lo esperaría en casa, a dónde también vendría el B., otro mexicano que estaba haciendo un doctorado en la Big Apple, aunque ya no recuerdo de qué. Creo que en Matemáticas. O algo así. El B. era un tipazo buena onda, grandote y con mandíbula cuadrada, lo un rato: estaba en el negocio del cineEl B. estaba mles. larga y blanca. Cuando llegamos ya habun poco tímido hasta que tenía algo de etanol adentro, momento en el cual se transformaba en una aspiradora de cuanta bebida alcohólica hubiera cerca, hasta caer desmayado sonriendo de oreja a oreja.

Cerca de las 20 estábamos los tres ya en camino hacia Brooklyn, donde vivía el hermano de A. en un coqueto one-bedroom con una cocina larga y blanca. Cuando llegamos ya había cierta concurrencia, un mix típico de esa ciudad: muchos latinos, algunos gringos.

Empezamos a entrarle a la Negra Modelo mientras examinábamos el ambiente en busca de potenciales parejas que nos ayudaran a dejar atrás el mal trago de la semana. Yo no encontraba nadie que me atrajera. El B. se dedicaba a libar más que a otra cosa. Sólo P. parecía estar parlándose a una mina, una anglo rubia de pelo corto y bajita, con quien yo había hablado sólo un rato: estaba en el negocio del cine. Era simpática, aunque no linda. Por supuesto, eso para mí no hubiera sido un límite necesariamente. Pero esta chica tenía una particularidad: del cuello, por debajo de donde estaría la manzana de Adán, le salía un larguísimo pelo negro.

No, en serio: el pelo era laaargo. Y oscuro. Parecía una cerda de cepillo más que una pilosidad humana. El tiempo que hablé con ella no pude dejar de mirárselo subrepticiamente cada tres o cuatro segundos. Mientras discurría sobre cine, actuación y la mar en coche, yo sólo quería preguntarle porqué, a los gritos y en la cara. No era posible que esta gringa no supiera lo que tenía en el cuello. Imaginé que intentaba hacer alguna especie de declaración política con respecto a las mujeres, su vello y los estándares de belleza de la modernidad, pero realmente no entendía cuál era. Calculo que algo del estilo: “Ámame a pesar de que me sale un tentáculo del cuello”. Who the fuck knows. Who the fuck cares. No me quedé hablando para averiguarlo. Ese pelo realmente me frikeó.

Por eso fue que un rato después cuandoí﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽bsena y ruidosa, lavatorio y mientras ella se lo mete, meo ruidosamentea puerta. la cara interna del brazo izquierdo.  vi que Cthulhu le había echado el ojo a P., me dispuse a rescatarlo. Pasé por al lado y le pedí disculpas a la interlocutora por llevármelo porque tenía que preguntarle algo. Ella se quedó como paralizada, pero su educado instinto WASP le impidió protestar.

Con P. nos fuimos en busca del B. y de algo más que beber, no imperiosamente en ese orden. El B. ya comenzaba a ponerse colorado a fuerza de cerveza, pero nosotros, víctimas del vello loco en pleno síndrome de estrés postraumático, decidimos que eso no era suficiente. Teníamos que escalar el grado de ingesta alcohólica.

Utilizando sus contactos aztecas, P. consiguió una botella de Absolut, que presumo sería del dueño de casa o de algún desubicado quien, por fortuna, había ignorado la regla tácita. La abrimos y algo comenzó a suceder.

Quienes han sabido tener su dosis de fiestas y que posean un mínimo sentido de la observación conocen que cada reunión de este tipo tiene lo que podríamos llamar momentos, y que se puede aprender a distinguir cuando sucede algo que anuncia el pasaje de un beat al otro.

La aparición de alguna otra botella más de vodka, y varias de tequila, un corto tiempo después de que nosotros empezáramos a tomar agua mineral rusa marcó uno de esos cambios de momento en la fiesta.

De repente, había mucha más gente. El departamento se llenó de voces, humo de tabaco y ruidos de vasos y copas entrechocándose. A., la chilanga fresa, sirvió de pararrayos de la electricidad del ambiente cuando declaró en voz alta que la fiesta se movía de casa. Nos íbamos a la vuelta de la esquina, al departamento de una amiga suya argentina. Y tendríamos una fies-ta.

La gente empezó a desplazarse hacia la puerta, pero A. se paró adelante cortando el paso. “Mientras ustedes mudan todo”, dijo, calculo que refiriéndose a las bebidas y no al mobiliario, “yo me voy al Coqui’s a comprar. Los que quieran, colaboren con $20”. Me apresuré a sacar un billete y sumarlo a la pila de Jacksons que ya estaba juntando a cuatro manos porque sí, después de la semana que habíamos tenido era evidente para todos que necesitábamos la medicina del Dr. Freud.

Creo que nadie paró de beber durante el desplazamiento: salimos directamente con los vasos en la mano. Y un rato después unas cuarenta personas ya estábamos instaladas en lo de M., la-argentina-que-vivía-a-la-vuelta.

La casa era linda, con un comedor grande, una habitación y un patio muy agradable a pesar de la fresca del cercano otoño neoyorquino. Lo único particular era ese baño, que no debía tener más de tres metros de ancho.

Alguien puso música afuera, y allí nos encontró bailando la vuelta de A., que como una Mamá Noel de las drogas entró tirando bolsitas a troche y moche. Capturé una y, en menos de lo que canta un gallo duro, me colé un par de llavetazos.

A partir de ahí, las siguientes tres o cuatro horas de fiesta son sólo un montaje en mi cabeza:

Estoy bailando en el patio, a puro salto, riéndome como si me hubieran contado el mejor chiste del mundo. Corte.

Alguien me pasa una botella de tequila, con quizá un poco menos de la mitad. Le hago fondo blanco. Corte.

Con un grupo de chicas que incluye a “Autopartes Mexicanas” cantamos abrazados, girando. Me suelto, un poco por la fuerza centrífuga y un poco por problemas con mantenerme en pie. Corte.

Quiero sentarme al lado de la tetona, pero calculo mal donde está la reposera que era mi objetivo y caigo redondo al piso, arrastrando algo que me tajea la cara interna del brazo izquierdo. Corte.

Hablando con la misma chica, veo que me queda muy poco del polvo de la alegría. Con evidentes propósitos pérfidos, la invito a compartir las últimas líneas conmigo. Nos dirigimos al baño. Ella entra primero. Yo le pongo la traba a la puerta.

Así llegamos al momento en el que se inició el relato.

“Autopartes Mexicanas” terminó de mear, se secó, se paró, se vistió y tiró la cadena. Mientras ella hacía todo eso, yo dispuse los últimos restos de perico en ese borde para que ella pudiera liquidarlos. Le hice un gesto con la mano y la invité a acercarse.

Los dos no podíamos estar frente al espejo lado a lado por el poco espacio que había, así que enrocamos, siempre mirándonos de frente. Sentí la leve presión de sus tetas contra mi pecho, y me maravillé de su tamaño viéndolas tan de cerca.

Mientras ella se inclinaba para esnifar, la coca me golpeó como un mazazo. Me paré detrás suyo, asomándome por el costado. Me gusta ver mujeres tomando merca: me excita. Tiene que ver con lo violento de esa tiza blanca entrando en la nariz, penetrando un orificio. Me resulta muy porno. Me hubiera puesto la pija dura de no haber estado duro todo el resto de mi cuerpo.

Desviando mi atención un segundo de cómo la rubia aspiraba, volví a mirarme en el espejo. Mi reflejo me devolvió una sorpresa: por encima de mi labio superior tenía un enorme mostacho estilo Pancho Villa, negro, poblado.

De repente, me antojé revolucionario mexicano de principios del siglo veinte. Y la idea más revolucionaria que se me ocurrió fue bajarle los pantalones y la bombacha a “Autopartes” mientras ella terminaba de aspirar, al tiempo que le manoteaba las tetas.

También así, de la nada, surgió de mí una voz cavernosa, de tabaco oscuro. Mientras me frotaba contra ella, con el pantalón todavía puesto y el pene más fláccido de la historia, la voz no paraba de repetir: “¡Qué tetas! ¡Qu tetas!".﷽ude repetir: "oscuro, ntra ella deco que le manoteaba las tetas.desdensor, é tetas!".

Ella se preocupó primero de liquidar lo suyo, mientras me devolvía la frotada.
Sin darse vuelta del todo, empezó a besarme. Cuando parábamos a respirar, yo no dejaba de repetir esas palabras y apretar las dos masas de carne, como si fueran lo único que mi cerebro pudiera recordar en ese momento. De vez en cuando me miraba al espejo para comprobar que mis nuevos bigotes siguieran en el mismo lugar.

No podría decir cuánto estuvimos así, en un escarceo vertical sobrecargado de excitación vacía que no podía ir mucho más lejos porque de haber estado más pétreos las autoridades habrndome con cara de culopuerta. La sus amigas, mir destrabja tremenda que portaba.encia. DE afuera llegaban voces femeninasían tenido que llamar a un forense.

En algún momento fuimos conscientes que estaban golpeando la puerta del baño con insistencia. De afuera llegaban voces femeninas: las amigas de la tetona la estaban llamando. Sus voces denotaban algo de preocupación; quizá temían lo que estuviera sucediendo dentro de ese baño.

Los golpes me sacaron el bigote y pude rescatarme un poco. Le subí bombacha y pantalones a la rubia, que no parecía haberse dado cuenta de que la estaban buscando.

Me mojndome con cara de culopuerta. La sus amigas, mir destrabja tremenda que portaba.encia. DE afuera llegaban voces femeninasé la cara, como si eso pudiera ayudarme a disimular el quiebre tremendo que portaba. Suavemente, dirigí a mi compañera de escarceos hacia la puerta. La destrabé. Al instante irrumpieron dos de sus amigas, mirándome con cara de culo. Sonreí, dije algunas palabras de ocasión, y me escabullí.

No quería más de esa noche; con Pancho Villa se habían disipado mis últimas energías. Antes de pensar si buscaba a P. o me volvía por las mías, apareció mi amigo, poniéndose la campera y con cara de apurado.

Nos hablamos al mismo tiempo, rápido.

“¿Nos vamos? Acabo de tener un encuentro en el baño que no me ha hecho popular con algunas mexicanas”, le dije.

“¿Nos vamos? Me quedé dormido en la cama, encima de toda la ropa, y me desperté con la gringa del pelo mamándome la verga, güey. La saqué pero me anda persiguiendo”, dijo él.

Tocaban retirada, estaba claro. Nos dirigimos hacia la puerta, cuando me acordé de algo: “¿Y el B.? ¿Dónde anda?”. “Tiene un pedo que no ve. Estaba durmiendo al lado mío”, me contestó. Y agregó: “Dejémoslo, que así no se va a mover a ningún lado”.

Como de todas formas el B. no viajaba en la misma dirección que nosotros porque vivía en el fondo de Brooklyn, al final de la línea D, decidimos dejarlo que durmiera la mona. A la tarde día siguiente nos enteraríamos que nuestro amigo había intentado volver a su casa, se había quedado dormido en el vagón y se había despertado en el otro extremo de la línea, en el culo del Bronx, sin la billetera.

Seguíamos parados ahí hablando cuando vi por el rabillo del ojo que la gringa succionadora amagaba acercarse, así que tomé a P. del brazo y salimos apurados mientras lo conminaba a no mirar atrás.

Una vez en la calle, el fresco de la mañana nos ayudó a despejarnos un poco mientras caminábamos hacia la estación de subte, comentando las aventuras de esa noche. Así, con un mosquetero menos, semiduros y medio borrachos, emprendimos la vuelta a casa. Había sido una buena y extraña noche.


Amanecía en Nueva York; era el sábado 15 de septiembre del 2001.