Iba a
ver una película con L. en el cine América, uno de los tantos que ya no existen,
ahora reconvertido en estacionamiento subterráneo. No recuerdo que peli era. Sí
recuerdo a L., una de muchas amigas a las que le tuve ganas y con la que nunca
concreté al 100%. Hubo escarceos pero nunca guerra declarada. Pongamos que fue
mi Vietnam: una larga, cruenta y, en definitiva, inútil serie de batallas de
las que tuve que terminar retirándome fatigado.
No era
una “salida”, aunque mi cabecita siempre elucubraba sobre posibles
bifurcaciones que me llevaran a tenerla desnuda en mi cama. Pero sí éramos
nosotros dos solos.
O eso
pensaba yo.
Cuando
llegué al cine, descubrí que a L. la acompañaba una amiga, C., y que yo estaba
a punto de ser víctima de un clásico cambiazo. “The old switcheroo”, diría
George Costanza.
C. me
conocía (explicó L.) de un legendario cumpleaños mío de cuando yo tenía plata y
la gastaba a troche y moche. Parece ser que C. tenía debilidad por los
pelirrojos, y le habían gustado particularmente mis chapas del momento. Y me
había marcado para la muerte. La pequeña muerte.
Hablando
de pequeñeces, era pequeñita, C. De tamaño, no de años. Edad tenía la misma que
nosotros. Menuda, no demasiado curvilínea. Su característica más atractiva eran
unos ojazos levantinos que, enmarcados por su pelo negrísimo, hacían evidente
su origen árabe.
Me
tenía tantas ganas que no le molestó ser usada como escudo deflector por su
amiga. Y yo masqué mi bronca y vi la película con ellas. No recuerdo si después
fuimos a tomar algo o no.
Sí
recuerdo que a los pocos días me encontré con C. para coger. No estaba
explicitado pero era la culminación esperada por ambos del ritual de salir “a
tomar algo”. Fuimos a mi casa porque ella todavía vivía con la madre, una
señora siria igual a la hija pero con pelo oxigenado.
Después
de comerme su concha un rato (y su concha sí que me resultaba atractiva,
estéticamente, más que todo el conjunto), quise ejercer la reciprocidad. Se
resistió un poco.
“Pero
si te la chupo ahora no nos va a quedar nada para hacer cuando cojamos otra
vez”, me dijo.
Yo,
quizá, fui cruel. “Si no me la chupás, no va a haber otra vez”. La honestidad
es mi punto débil.
Me la
chupó.
El sexo
no estuvo mal. Tampoco estuvo excelente. Fue más una cuestión
biológico-mecánica que el garche que me gusta (hoy por lo menos lo tengo claro
esto): algo conectivo, intenso, vinculante con el Universo y con la otra
persona.
Volvimos
a vernos un par de veces más, y dejé de llamarla. Simplemente no había clic
entre nosotros. Y me ponía muy loco que ella no entendiera la multiplicidad de
palabras en inglés que yo usaba constantemente, sumergido como estaba en un
mundo de Spanglish perpetuo. Ella hablaba francés, y ya sabemos lo que opino al
respecto. Digamos que soy borgiano.
Pasó un
a a un sotado dormcolchma. C. estaba
feliz: era la primera vez que vivacucho y Santa Fe.enerla desnuda en mi cama.año.
Viajando
en bondi la vi parada en Ayacucho y Santa Fe. Justo cuando doblaba la esquina
me asomé a mi ventanilla y la llamé. Intercambiamos pocas palabras, ayudados
por un tránsito denso. Le dije que la iba a llamar, si tenía el mismo teléfono.
Al día
siguiente marqué. Hacía demasiado tiempo que no la ponía, y la seguridad de
hacerlo fue más fuerte que el recuerdo de lo insatisfactorios que habían
resultado nuestros encuentros previos.
Fuimos
a cenar. Me gustaría decir que fue comida árabe, pero no sé. De todos modos,
volvió a ser un trámite pre coital, tan sólo.
Esta
vez fuimos a su casa nueva. Se había mudado hacía cosa de un mes.
El
departamento era de un ambiente, y estaba bastante abarrotado, sobre todo de los
materiales pictóricos de C., que no tenía mala mano ni mal ojo. Un baño chico y
una cocina aún más completaban el panorama. C. estaba feliz: era la primera vez
que vivía sola. Bueno, sola no: su gata era dueña de la mitad de todo.
Nos
tiramos en el colchón de una plaza que estaba en el piso y sobre el que dormía.
Mientras hablábamos (cada vez menos) y nos besábamos (cada vez más), la felina
rondaba y rondaba. De vez en cuando intentaba meterse en el medio, pero la
sacábamos carpiendo.
Dejamos
de hablar del todo y nos desnudamos. El colchón era muy chico para la actividad
a realizar, y además se deslizaba sobre el parquet, non stop. Así fue que
terminamos en la postura del misionero, que era la que menos agitaba el bote.
Yo ya
estaba dale que te dale cuando la gata decidió usar mis huevos como punching
ball. De forma artera sentí como unas garritas tocaban los receptáculos de
gametogénesis que la Naturaleza ha decidido deben estar siempre expuestos, sin
importar su fragilidad ni su importancia en la perpetuación de la especie. Fuck
you Mother Nature!
El
contacto de esa pequeña y peluda émula de Mohammed Alí me hizo saltar. Creo que
es comprensible. C. se desenganchó y la llevó al baño, donde la encerró.
Retomamos
lo nuestro.
Rato
después, ya satisfecha (digamos) la carnalidad, me dio a entender que yo debía
quedarme a dormir con ella en su minúsculo colchón. La culpa de mi
comportamiento hacia ella el año anterior me hizo no poder negarme. Así,
intentamos conciliar el sueño en ese reducido espacio de goma espuma.
Ella se
durmió enseguida. Yo no.
Tengo
problemas de sueño. Sufro de insomnio. Soy un maniático: me gusta dormir en mi
cama, con mis almohadas. En mi cama, que es bien grande.
Di
vueltas y vueltas. Traté de auto hipnotizarme para poder dormir, pero las
contorsiones a las que me obligaba el maldito colchoncito se burlaban de mis
esfuerzos.
Cuando
ya eran como las dos de la mañana, y frente a la placidez del sueño de C., tomé
una decisión.
Me
levanté despacio, haciendo el menor ruido posible. Agarré mi ropa y demases.
Salí al
palier y cerré la puerta de su casa muy, muy silenciosamente. Apoyé mis cosas
en la escalera y me vestí, sin prisa pero sin pausa. Temía que C. se despertara
y se asomara para ver a dónde había ido, y temía tener que explicarle.
Cuando
estuve vestido y comencé a bajar la escalera, solté un suspiro de alivio. El
crimen perfecto.
Llegué
a la planta baja y me dirigí a la puerta de calle. Era una de esas puertas de
vidrio que dejaban ver todo. Nunca me gustaron esas puertas. Me suenan a
invitación voyeur para que cualquiera que pase por la calle mire el interior
del edificio.
Faltando
veinte metros para el disco, estaba exultante. Mi salida era redonda. Ya sentía sonar la musiquita de
“El Gran Escape” en mi cabeza, mientras me veía como un Steve McQueen del sur.
Tomé el
picaporte, lo bajé, y tiré-
Nada.
Aún
habiendo ya comprendido el problema, insistí. ¡Me parecía tan injusto! ¡Oh,
dioses del Olimpo! ¿Porqué me defenestráis de esta forma?
Nada.
La
puerta estaba cerrada con llave.
Después
de unos silenciosos segundos dedicados a putear al que inventó el sistema de
cerradura automática de puertas, me dispuse a esperar. Era viernes. Aunque la
hora fuera un poco intempestiva, no parecía improbable que alguien saliera o
entrara, y me liberara de aquella prisión de cristal.
Pasó
media hora. Nadie entró. O salió. Tampoco se materializó de la nada como para
liberarme. Mis fuertes deseos de teleportarme espontáneamente del lado de
afuera no contribuyeron a que eso sucediera.
De a
poco, intentando superar el panic attack, me hice cargo de lo que iba a tener
que hacer. A la mierda el subterfugio. A la mierda la caballerosidad mal
entendida de desvanecerme entre las sombras del sueño.
Ya
resignado, me subí al ascensor. Hacer ruido era lo que menos me preocupaba. Lo
que tenía en mente era cómo pasar el trance que se avecinaba de la forma más
rápida posible.
Volví
al departamento de C. Al principio, golpeé despacio la puerta, con timidez.
Cuando no obtuve respuesta (¿cuán profundo podía dormir esta chica?), me puse
más insistente.
Al
final, y luego de que mis golpeteos ya amenazaran con despertar a todo el piso
menos a la siria durmiente, C. abrió.
Decir
que no entendía un carajo lo que estaba pasando sería the understatement of the
ages. Parpadeó, intentando procesar qué ocurría. Rápido, antes de que ella pudiera
pensar en qué mierda era este tipo que acababa de garchársela y pretendía
desaparecer, me puse a hablar.
“No
puedo dormir”, le dije. “Si no es en mi cama, no puedo dormir. Sorry, pero la
verdad es que me tengo que ir. Mil disculpas, pero si no, no voy a dormir nada,
y mañana tengo cosas que hacer. Estabas durmiendo tan tranquila que no quise
despertarte. ¿Me bajarías a abrir?”.
Algo
más debo haber dicho, intentando apabullarla con un tsunami de palabras que no
la dejaran pensar.
“Sí, ya
bajo, perá que me pongo algo”.
Se
enfundó en una bata rosa y buscó las llaves. No pareció importarle que la
vieran salir en bata de su departamento para abrirle la puerta de calle a un
tipo.
Bajamos
en el ascensor, probablemente los treinta segundos más largos de mi vida. En
silencio, rezaba para que no se le ocurriera hacerme ninguna pregunta. Porque
respuestas no tenía. O por lo menos, no tenía respuestas que no me hicieran
quedar como un garca hijo de puta. Y a nadie le gusta verse como un garca hijo
de puta.
Llegamos
a planta baja sin romper el silencio. Le abrí la puerta del ascensor. La dejé
abierta, como para que no tuviera que demorarse tres segundos más en volver a
subir.
C.
insertó la llave en la cerradura de mi libertad. La giró, pero no abrió la puerta.
“Chau”,
dijo en voz baja. Y se acercó para el beso de despedida.
Hice de
tripas corazón y le di un pico.
“Te
llamo”, mentí. Ella supo que mentía. Yo supe que ella sabía. Pero ninguno
denunció la farsa.
Y
escapé a la libertad.