Había comprado a un hombre en una
subasta.
No lo había hecho solo. En realidad, la
iniciativa ni siquiera había sido mía. No recuerdo si partió de T. o de Z., mis
socios en la adquisición. En esa época hacíamos muchas cosas juntos; en
particular, prestarnos pertenencias. Esto era sólo una extensión de nuestros
juegos.
Nuestra adquisición era V., un puto
cuarentón con mucha experiencia y bigotes estilo Village People. Estaba bien
entrenado en las lides del servicio. A pesar de esto, no nos costó caro. A él,
ya lo sabíamos, le había encantado ser comprado por tan poco.
Lo subimos del sótano donde lo habíamos obtenido.
Queríamos que el resto de la concurrencia pudiera ver cómo nos entreteníamos
con él. Nuestro objetivo era divertirnos humillándolo. El suyo también.
Lo tiramos al piso. Cayó de espaldas. Le
puse un pie en el pecho, y dejé que considerable parte de mi peso cayera sobre
él. Estaba desnudo salvo por un suspensorio negro, de cuero. Mi borcego, muy
parecido a los que V. llevaba, dejó una huella sucia. Lo levanté apenas y lo
reacomodé sobre su boca. Lo miré a los ojos. Una lengua ávida apareció y
comenzó a lamer.
Mientras yo hac mi borcego del rostro ucio en la mano. Saquía esto, Z. le
hizo flexionar las piernas. Después, comenzó a atárselas en esa posición usando
cinta de embalar. Cuando estuvo bien asegurado, saqué mi borcego y T. tiró un
trapo de piso sucio sobre la cara del puto.
Lo hicimos dar vuelta a patadas. No
demasiado fuertes, pero los gemidos ahogados por el trapo nos marcaron que las
sintió. Agarrándolo de los pelos de la nuca, lo fui llevando hacia los baños. Su
movilidad estaba bastante reducida por tener que desplazarse sobre las
rodillas. Alrededor nuestro ya se congregaba una pequeña multitud expectante.
Alguien nos abrió la puerta. Frente a
nosotros había un pasillo iluminado con una bombita roja; el baño de mujeres se
encontraba a la izquierda. Un par dejaron de retocarse el maquillaje para asomarse
y ver qué era el tumulto. Entramos. T. iba delante de mí. Z., atrás. Cerraban
la marcha los curiosos que querían ver hasta dónde llegaríamos.
El baño de hombres era más grande que el
de mujeres; en realidad era una continuación del pasillo. Al fondo tenía un
lavatorio, y a la derecha de éste un receso en el que había un mingitorio y una
ducha. Antes, sin embargo, había una puerta lateral que daba a un excusado.
Ahí acomodé a V. El piso estaba húmedo, y
tenía los firuletes negros de mugre semilíquida típicos de un piso muy
transitado.
“Limpiá”, le ordené.
Se sacó el trapo de la boca y comenzó a
frotar el piso con vigor. Mientras lo hacía, Z. le pegaba en el culo con algún
implemento que ya no recuerdo. Una vara de fibra de vidrio, o una fusta, supongo.
No hacía diferencia. V. era masoquista y disfrutaba de cualquier clase de
dolor.
T. es un poco claustrofóbico, así que
descargaba sobre nuestra compra parte de la violencia que le producía estar
confinado. Reclinado sobre el lavatorio, le gritaba indicaciones con sorna,
mofándose.
El pasillo estrecho estaba repleto de
gente. Algunos, con bebidas en sus manos, se reían entre trago y trago. Entre
el grupo estaban A., la entonces dueña de nuestro puto limpiador, y B., la
chica que no besaba.
Mientras el puto pasaba a frotar los
lados del inodoro comencé a aburrirme. Necesitaba más violencia. V. siempre me
dio ganas de bajarle algún diente. Miré alrededor mío, buscando algún elemento
que me inspirara. Mis ojos se detuvieron sobre una sopapa que había bajo el
lavatorio, de mango largo. Le hice señas a T. para que me la alcanzara.
T. me la dio, dubitativo. Veía mis
intenciones. Me comentó por lo bajo: “¿Te parece?”.
Yo estaba in the zone. Todo me importaba
tres carajos. Pero las palabras de mi amigo me hicieron pausar un segundo y
repensar mi estrategia.
Llamé la atención de B. pegándole un
cachetazo. Siempre, por supuesto, cuidando sus anteojos.
“Bajá y pedile el strapon a k. Ponetelo y
volvé”.
Una sonrisita perversa afloró a los
labios de la chica que no besaba. Corrió a cumplir mi orden. Mientras
esperábamos, dejé espacio para que Z. se ensañara más con las nalgas castigadas
de V. Con cada golpe, el puto gemía de puro gusto.
A los pocos minutos reapareció B. El
grupo de espectadores se abrió como las aguas del Mar Muerto ante la enorme
pija de silicona roja que colgaba de la entrepierna de ella. Ya le había
enfundado un forro. Estaba lista.
B. apenas escupió sus dedos y mojó el ano
del puto. Segundos después, hundió el falo colorado hasta el fondo. Comenzó a
moverse rítmicamente mientras sujetaba la cintura de V., que comenzó a gritar
con placer creciente. Mientras, seguí limpiando.
T., Z. y yo dimos un paso atrás y nos
contentamos con observar y dar indicaciones por unos minutos. Pero no era nuestra
intención dejar que este puto acabara. La finalidad era nuestro placer, no el
suyo. Así que mientras B. seguía cinturongueando, nos enfundamos sendos forros.
No íbamos a acabar, eso era seguro. Un
puto viejo no nos alcanzaba. Pero queríamos que nos mamara juntos, como algunas
otras ya lo habían hecho. B., por ejemplo. La empujé con el pie para indicarle
que se saliera de V.
Al mismo tiempo, Z. lo tomó de los pelos,
lo hizo voltearse y le ordenó:
“Chupá, putito”.
Con un hermoso entusiasmo, comenzó a tragar.
Una pija; otra; otra. Nuestros espectadores aplaudieron. Estuvimos así poco
tiempo porque a ninguno de los tres nos gustaban los forros.
Nos acercábamos al gran final. Con T. y
Z. habíamos charlado antes lo que queríamos hacer: una gran meada sobre el
puto. Sabíamos que él disfrutaría al máximo esa humillación. Y nosotros
también. Pero había algunas dudas con respecto a las reglas del lugar donde
estábamos sesionando. Las “lluvias doradas”, eufemismo horroroso, estaban
prohibidas.
Pregunté en voz alta:
“¿Meamos al puto?”.
Durante un segundo consideramos cagarnos
en la directiva. Sin embargo, dado el vínculo que teníamos con los dueños del
local, nos inclinamos por no hacerlo. Habíamos llegado a un límite que no
queríamos traspasar. Al día de hoy me arrepiento.
Con esa decisión no hablada, el juego
terminó. Y justo a tiempo.
En ese momento, nos avisaron que nuestra
media hora había finalizado. Le devolvimos el puto a su dueña, que sonrió
complacida, y nos fuimos a la barra a tomar algo fresco. Necesitábamos
descansar; a continuación teníamos agendada a m., una putita ultramasoca a la que
íbamos a castigar entre Z. y yo.
Pero esa es otra historia.