martes, 31 de diciembre de 2013

Corrientes de humo

El humo era espeso, negro y pungente. Se te metía hasta lo más hondo. Las fosas nasales registraban cada partícula minúscula. Era casi como una pared, sólido, inatravesable.

Mis piernas caminaban mientras mi cabeza volaba por algún rincón del cosmos. Acababa de salir de una reunión en la que habíamos fumado una cantidad importante. El toque final había sido de algo bien para arriba, bien mental. Tenía una semisonrisa relajada en la cara, y ojos culpables.

La liviandad de mi parte superior se contagiaba a la inferior, y decidí caminar las veinte cuadras que me separaban de mi casa. El calor ayudó a la elección: no tenía ganas ni de meterme bajo tierra ni de encerrarme en una lata rodante. Avancé menos de cien metros cuando olí lo que instantes después vi que era ese humo casi vivo.

Con ojos entrecerrados seguí adelante sin dudar. Quería tomar lo que la noche me proponía. Antes de quedar envuelto, noté que la avenida estaba a oscuras.

Es extraño ver sin luz una de las arterias principales de una gran ciudad. Referenciadas en múltiples tangos, las luces que ésta debía tener se me antojaban un chiste irónico. El espacio negativo que creaba en mis ojos la ausencia de las habituales luminarias era cautivante. Mirando hacia arriba, hacia los edificios apagados, floté al universo.

Pero el humo insistió en traerme de mis divagues. Su acritud era ineludible. Y de entre sus volutas densas surgían sombras, en un primer momento informes. Me detuve.

¿Qué eran esos monstruos humanoides surgidos de las fauces de algún Hades? ¿Venían a reclamarme, como a Heraklés cuando visitó el reino de los muertos? ¿Me contarían sus tristezas terrenales, sus deseos inclumplidos, sus deudas pendientes?

Mi corazón se aceleró. La imagen post apocalíptica era perfecta: oscuridad, humo, seres que debían ser humanos pero me parecían irreconocibles.

Por primera vez mis oídos registraron un repiqueteo persistente, una percusión hecha de elementos improvisados, primigenia, primordial, sacada de lo más hondo.

Rodeado como estaba, la única opción que podía aceptarme era seguir avanzando. Siempre hacia delante, sin mirar atrás so pena de sufrir el destino de la esposa de Lot.

A medida que caminaba, las figuras se hacían más precisas, hasta que una ráfaga de viento inesperado, cálido, abrió las cortinas y me mostró el cuadro: un grupo de gente golpeando palos y cacerolas. Algunos alimentaban las gomas quemadas que creaban el humo que me rodeaba. Unos pocos hombres estaban en cueros. Tenían todas las edades posibles.

Mi mente vagabunda entendió por fin lo que sucedía. Y así como en un instante se iluminó mi cerebro, se despejaron mis ojos. Una protesta. Un hecho justificado pero prosaico; entendible pero mundano por completo.


Decidí continuar caminando, pero volver por adentro de mi cabeza. La avenida de mi viaje era mucho más fascinante que el espectáculo de gente reclamando que les devolvieran la electricidad.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Morder (Verbos I)

Morder fuerte. Morder mucho. Morder hasta hacer doler o hasta que nos duela. Dejar la marca en el cuerpo ajeno, un tatuaje único e irreproducible.

Morder es de lo primero que hacemos. Mordemos cuando aún no tenemos dientes, cuando las encías desnudas no entienden bien qué pasa pero la mandíbula ya quiere cerrarse sobre carne. Por instinto nos aferramos con la boca a lo que se ponga a tiro.

Morder está vinculado a la alimentación y por eso a la supervivencia. Morder nos recuerda nuestro pasado carnívoro, asesino. La sensación orgásmica del desgarro, de hincar los colmillos y tirar con toda la fuerza que podemos, hasta quedarnos con un pedazo que es el premio de nuestro esfuerzo.

Morder para aliviar el dolor. Cuando tenía 12 años tuve una infiltración en la rodilla, y la única forma de sobrellevar las seis jeringas de líquido que me extrajeron de esa coyuntura fue mordiendo la mano que mi madre prestaba y que quedó maltrecha por amor.

Morder hace emerger algo básico, primal, no humano. Quien se entrega al sexo con abandono sabe que morder debe estar presente; tomar a otro con los dientes es más íntimo que hacerlo con los dedos. Los gruñidos del deseo son su propio lenguaje, intraducible pero entendido de forma perfecta por los amantes, que se cuentan su pasión a mordidas.


Morder es un acto vital. Dejamos de morder cuando dejamos de vivir. O, quizá, dejemos de vivir cuando dejamos de morder.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Rompecabezas

Ver un cuerpo desnudo por primera vez es como dar el primer paso cuando se tienen pocos meses. La diferencia es que primer paso hay uno y nada más. Una vez encontrado el equilibrio, el arte del caminar, ya no hay más sorpresas. Correr es sólo la evolución natural. Es menos descubrimiento que consecuencia.

Mas cada cuerpo desnudo es diferente. Cada ocasión es la original. Cada prenda que cae lenta, demorada, es un fragmento más de ese todo magnífico que eventualmente se nos revelará.

El rompecabezas de la desnudez. La métrica de la piel expuesta. La rima de los poros. La canción del respirar nuevo.

Esa pasión es la que atrapa del cuerpo desconocido. Ver hacia adentro lo que pronto se verá afuera. Imaginar qué y cómo será la forma, y dónde y cuándo la impudicia le ganará a miedo.

Porque la vergüenza es atractiva sí y sólo si al final termina perdiendo. La adrenalina sazona el sudor previo. La sal del agua corporal fue concebida para ser saboreada. ¿Y qué mejor ocasión para hacerlo que en el instante de vulnerabilidad más grande?

Como un peregrino gris recorro los caminos de la piel nueva, buscando las encrucijadas y bifurcaciones, los montes y matorrales, el árbol ocasional. Pieles como nieve o como tierra, dispuestas a ser comprobadas, listas para el mordisco. Fragantes, ansiosas de ser encontradas, elásticas y expuestas.


Desnudos nos amamos más.

Desnudos nos amamos mejor.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

La compra

Había comprado a un hombre en una subasta.

No lo había hecho solo. En realidad, la iniciativa ni siquiera había sido mía. No recuerdo si partió de T. o de Z., mis socios en la adquisición. En esa época hacíamos muchas cosas juntos; en particular, prestarnos pertenencias. Esto era sólo una extensión de nuestros juegos.

Nuestra adquisición era V., un puto cuarentón con mucha experiencia y bigotes estilo Village People. Estaba bien entrenado en las lides del servicio. A pesar de esto, no nos costó caro. A él, ya lo sabíamos, le había encantado ser comprado por tan poco.

Lo subimos del sótano donde lo habíamos obtenido. Queríamos que el resto de la concurrencia pudiera ver cómo nos entreteníamos con él. Nuestro objetivo era divertirnos humillándolo. El suyo también.

Lo tiramos al piso. Cayó de espaldas. Le puse un pie en el pecho, y dejé que considerable parte de mi peso cayera sobre él. Estaba desnudo salvo por un suspensorio negro, de cuero. Mi borcego, muy parecido a los que V. llevaba, dejó una huella sucia. Lo levanté apenas y lo reacomodé sobre su boca. Lo miré a los ojos. Una lengua ávida apareció y comenzó a lamer.

Mientras yo hac mi borcego del rostro ucio en la mano. Saquía esto, Z. le hizo flexionar las piernas. Después, comenzó a atárselas en esa posición usando cinta de embalar. Cuando estuvo bien asegurado, saqué mi borcego y T. tiró un trapo de piso sucio sobre la cara del puto.

Lo hicimos dar vuelta a patadas. No demasiado fuertes, pero los gemidos ahogados por el trapo nos marcaron que las sintió. Agarrándolo de los pelos de la nuca, lo fui llevando hacia los baños. Su movilidad estaba bastante reducida por tener que desplazarse sobre las rodillas. Alrededor nuestro ya se congregaba una pequeña multitud expectante.

Alguien nos abrió la puerta. Frente a nosotros había un pasillo iluminado con una bombita roja; el baño de mujeres se encontraba a la izquierda. Un par dejaron de retocarse el maquillaje para asomarse y ver qué era el tumulto. Entramos. T. iba delante de mí. Z., atrás. Cerraban la marcha los curiosos que querían ver hasta dónde llegaríamos.

El baño de hombres era más grande que el de mujeres; en realidad era una continuación del pasillo. Al fondo tenía un lavatorio, y a la derecha de éste un receso en el que había un mingitorio y una ducha. Antes, sin embargo, había una puerta lateral que daba a un excusado.

Ahí acomodé a V. El piso estaba húmedo, y tenía los firuletes negros de mugre semilíquida típicos de un piso muy transitado.

“Limpiá”, le ordené.

Se sacó el trapo de la boca y comenzó a frotar el piso con vigor. Mientras lo hacía, Z. le pegaba en el culo con algún implemento que ya no recuerdo. Una vara de fibra de vidrio, o una fusta, supongo. No hacía diferencia. V. era masoquista y disfrutaba de cualquier clase de dolor.

T. es un poco claustrofóbico, así que descargaba sobre nuestra compra parte de la violencia que le producía estar confinado. Reclinado sobre el lavatorio, le gritaba indicaciones con sorna, mofándose.

El pasillo estrecho estaba repleto de gente. Algunos, con bebidas en sus manos, se reían entre trago y trago. Entre el grupo estaban A., la entonces dueña de nuestro puto limpiador, y B., la chica que no besaba.

Mientras el puto pasaba a frotar los lados del inodoro comencé a aburrirme. Necesitaba más violencia. V. siempre me dio ganas de bajarle algún diente. Miré alrededor mío, buscando algún elemento que me inspirara. Mis ojos se detuvieron sobre una sopapa que había bajo el lavatorio, de mango largo. Le hice señas a T. para que me la alcanzara.

T. me la dio, dubitativo. Veía mis intenciones. Me comentó por lo bajo: “¿Te parece?”.

Yo estaba in the zone. Todo me importaba tres carajos. Pero las palabras de mi amigo me hicieron pausar un segundo y repensar mi estrategia.

Llamé la atención de B. pegándole un cachetazo. Siempre, por supuesto, cuidando sus anteojos.

“Bajá y pedile el strapon a k. Ponetelo y volvé”.

Una sonrisita perversa afloró a los labios de la chica que no besaba. Corrió a cumplir mi orden. Mientras esperábamos, dejé espacio para que Z. se ensañara más con las nalgas castigadas de V. Con cada golpe, el puto gemía de puro gusto.

A los pocos minutos reapareció B. El grupo de espectadores se abrió como las aguas del Mar Muerto ante la enorme pija de silicona roja que colgaba de la entrepierna de ella. Ya le había enfundado un forro. Estaba lista.

B. apenas escupió sus dedos y mojó el ano del puto. Segundos después, hundió el falo colorado hasta el fondo. Comenzó a moverse rítmicamente mientras sujetaba la cintura de V., que comenzó a gritar con placer creciente. Mientras, seguí limpiando.

T., Z. y yo dimos un paso atrás y nos contentamos con observar y dar indicaciones por unos minutos. Pero no era nuestra intención dejar que este puto acabara. La finalidad era nuestro placer, no el suyo. Así que mientras B. seguía cinturongueando, nos enfundamos sendos forros.

No íbamos a acabar, eso era seguro. Un puto viejo no nos alcanzaba. Pero queríamos que nos mamara juntos, como algunas otras ya lo habían hecho. B., por ejemplo. La empujé con el pie para indicarle que se saliera de V.

Al mismo tiempo, Z. lo tomó de los pelos, lo hizo voltearse y le ordenó:

“Chupá, putito”.

Con un hermoso entusiasmo, comenzó a tragar. Una pija; otra; otra. Nuestros espectadores aplaudieron. Estuvimos así poco tiempo porque a ninguno de los tres nos gustaban los forros.

Nos acercábamos al gran final. Con T. y Z. habíamos charlado antes lo que queríamos hacer: una gran meada sobre el puto. Sabíamos que él disfrutaría al máximo esa humillación. Y nosotros también. Pero había algunas dudas con respecto a las reglas del lugar donde estábamos sesionando. Las “lluvias doradas”, eufemismo horroroso, estaban prohibidas.

Pregunté en voz alta:

“¿Meamos al puto?”.

Durante un segundo consideramos cagarnos en la directiva. Sin embargo, dado el vínculo que teníamos con los dueños del local, nos inclinamos por no hacerlo. Habíamos llegado a un límite que no queríamos traspasar. Al día de hoy me arrepiento.

Con esa decisión no hablada, el juego terminó. Y justo a tiempo.

En ese momento, nos avisaron que nuestra media hora había finalizado. Le devolvimos el puto a su dueña, que sonrió complacida, y nos fuimos a la barra a tomar algo fresco. Necesitábamos descansar; a continuación teníamos agendada a m., una putita ultramasoca a la que íbamos a castigar entre Z. y yo.


Pero esa es otra historia.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Bacanales

Sin duda el vino está ligado a mi historia: España, Italia y el sur de Francia me atraviesan; el Mediterráneo me constituye.

Desde el abuelo Jesús, que a mis 10 u 11 años ya quería hacerme tomar un poco de tinto berreta con soda en el almuerzo, hasta mi primera borrachera, de sangría, un mediodía familiar que terminé durmiendo en el auto de mi padre mientras almorzábamos en un restorán gallego. Del Nápoles de una bisabuela camorrista al País Vasco francés que me hizo pelirrojo corre la pulsión carmesí.

Tengo una frase que uso para declarar mi amor por los helenos clásicos (esos de la mitología): “Los griegos eran tan grossos que le inventaron un dios al vino”. No creo que sea una frase inspiradísima, ojo. Hold your horses. La declaración expresa a qué nivel de sofisticación/decadencia me parece que llega una civilización que le inventó una deidad patrona a la vid y su fruto (que no su fruta).

Sí, hay otras bebidas alcohólicas que me gustan. Ya he dejado constancia de mi amor por el bourbon, una bebida tan preñada de un imaginario que uno casi podría en ella el ahumado, la turba y las bolas del destilador.

Pero no hay ningún etilo comparable al vino en el aspecto social, comunitario, relacional. El whisky es la bebida para tomar solo por excelencia, quizás mientras se escucha algo de Dino, Ella, Coltrane o (si estás melanco) Chet.

En contraposición, juntarse a comer “y tomar unos vinos” es el cimiento de cualquier afecto duradero, particularmente los amistosos. El vino une a la gente.

No puede ser es casual que las primeras codificaciones de uno de los artes más primigenios de la Humanidad, el teatro, haya estado intrínsecamente ligada al dios de la uva. Durante las Dionisya, las fiestas originales que luego los romanos transformaron en las Bacchanalia, se celebraba el cultivo de la vid. Tenían lugar durante el solsticio de invierno, el punto a partir del cual la estación fría comienza a alejarse.

Era, por supuesto, una fiesta comunal. Además de desfiles y competencias de danza se hacían obras de teatro. El sol y el vino reaparecían y traían arte consigo.

Y así quedó ligada indisolublemente la vid a lo colectivo: para festejar su fruto, la gente se unía a divertirse, comer, beber y expresarse con su cuerpo. ¿Qué mejor pasado se le puede pedir a una bebida espirituosa que, justamente, tener tanto espíritu?


Espíritu mismo que me mueve a escribir esta elegía al mismo tiempo que tengo enfrente una copa que la inspiración momentánea de este texto todavía no me ha dejado besar. Algo que solucionaré ipso facto: salud, salute y santé. A beber y a vivir.